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Red Internacional
Jueves 16 de octubre de 2014

Foto: Agencia EFE

Doscientos señores que no han formado familias como las familias que se conocen tanto en oriente como en occidente. Doscientos señores que nunca (se supone) han practicado el sexo, eso que millones de personas en la historia de la humanidad hacen tan cotidianamente. Doscientos señores que no visten como los demás, que no trabajan como los demás, que no tienen hijos, ni novias, ni novios, ni amantes, ni patrones, ni empleados. Doscientos señores se han juntado en una cosa tan extraña que tiene nombre sólo de eso que hacen cuando se juntan. Sínodo es eso y no otra cosa. Sínodo es una junta de ministros o pastores encargados de decidir sobre asuntos eclesiales. No es que se juntan para jugar un picadito, comer un asado o hacer una maratón de “Breaking Bad”. No, se juntan para decidir asuntos eclesiales. Eclesiales es relativo a la iglesia. O sea, se juntan, estos doscientos señores que no tienen los problemas de la mayoría de las personas del mundo -un nene que no deja dormir, la guita que no alcanza para luz, llevar a los chicos a la escuela, aguantar a un jefe déspota- para decidir sobre sus cosas de curas. Deciden, claro, porque tienen poder. Eso es decidir. Tener poder para decidir. Y uno piensa “¿sobre qué decidirán?”¿Qué vino tomar?¿Qué vela ilumina más?¿Cuán largo ha de ser el palito con la bolsita para las ofrendas?. No, parece que para estos doscientos señores que si usan pantalones no se sabe, porque andan siempre de polleras, “asuntos eclesiales” es la vida de toda la gente. No sólo la de ellos, sino también, la de todos los que no somos ellos.

Nada nuevo.

En el año 309 d.C. el Concilio de Gangra aprobó 87 leyes canónicas. El 46 por ciento de esas disposiciones, se referían a las prácticas sexuales.

Entre los siglos III y X la iglesia católica prohibió, a través de distintos edictos practicar sexo los días sábado, miércoles y viernes. Y durante los cuarenta días previos a la Pascua. Y en Navidad. Y durante el Pentecostés. Y en los días festivos. Y, claro, durante los días de “impureza femenina”. Finalmente, sólo se podía practicar sexo marital durante 44 días al año. A comienzos del siglo IV, el emperador Constantino proclamó al cristianismo como religión estatal del Imperio Romano, lo cual obligaba a todos los ciudadanos a cumplir con los preceptos católicos. Al convertir la ley canónica en legislación civil para toda Europa, la conducta sexual, que Grecia y Roma no habían reglamentado por pertenecer a la esfera de los derechos privados, pasaba a ser regulada por las autoridades civiles y eclesiásticas. En el siglo IV comenzó a morir la libertad individual sobre el propio cuerpo.

El siglo XV fue un tiempo de grandes cambios. Tres hombres modificarían para siempre la visión del mundo de los cristianos: Cristóbal Colón, Martín Lutero y Juan Gutenberg. La novedad consistía en que el mundo era geográficamente distinto de lo que se creía, podía ser interpretado con otra clave religiosa y todos podían llegar a saberlo gracias a la revolución cultural que significó la invención de la imprenta.

La Iglesia Católica entró en pánico y convocó al Concilio de Trento, que entre 1545 y 1564 disciplinó al cristianismo por los siguientes cuatrocientos años. La doctrina matrimonial fue la columna vertebral para regular todos los temas que tenían que ver con la sexualidad. Su predecesor, el IV Concilio de Letrán de 1215, ya había convertido al matrimonio en sacramento, estableciendo su condición de indisoluble, monogámico y sagrado. Es decir, no fue Dios a través de la Biblia quien “sacramentó” (suponiendo que “sacramentar” quiera decir algo) la unión. El matrimonio no es “lo que Dios ha unido”. Sus autores fueron hombres reunidos con fines políticos y económicos concretos, quienes interpretaron y monopolizaron la palabra de su Dios -del Dios en el que había que creer porque sino te quemaban vivo- a su antojo y necesidad.

Ahora la iglesia ve que, otra vez, todo se le fue de las manos. Que “indisoluble”, “monogámico” y “sagrado” son tres estatuas vandalizadas en una plaza olvidada.

Y se ponen a pensar si no estarán un poco demodée.

Y han decidido entonces que toda esa gente -que ellos no son- que vive por ahí distinto a como se organizó todo en 1545, es mejor que sea cliente antes que espantarla. Pero el tema, mala noticia para ellos, es que esa gente ya no quiere comprar el producto que ellos venden. Porque han vendido castigo y miedo por dos mil años pero no hay mal que dure tanto.

En estos días, el periodista Sergio Rubín en Clarín quiso hacernos creer que aquella famosa carta del Papa, en donde habló de los homosexuales como parte del plan del diablo, fue firmada casi a contragusto del bueno de Bergoglio, que en realidad quería una vida mejor para todos nosotros. Lástima que la interpretación sea tan forzada, porque el que firmó la carta sin un revólver en la cabeza fue Bergoglio, que será Francisco, pero es Bergoglio y Francisco al mismo tiempo.

No hay nada de bondad en lo que estos señores con poder quieren decidir sobre la vida de gente que no son ellos.

Es todo cálculo y más desprecio.

Siguen diciendo, los solterones del Sínodo, que las relaciones entre homosexuales no son iguales en valor que las relaciones entre heterosexuales. Se entiende, lo nuestro parece antinatural a gente que ve muy natural que una señora que no tuvo relaciones sexuales quede embarazada de una divinidad, tenga su hijo que nace justo para navidad en medio de animalitos, que recibe la visita de tres desconocidos -uno de ellos negro para más inri- que lo llenan de mirra mientras le cantan la Misa Criolla y que después el nene crece y se muere y a los tres días resucita. Eso sí es, queda claro, natural natural.


Osvaldo Bazán es periodista y escritor. Es autor de Historia de la homosexualidad en la Argentina. De la Conquista de América al siglo XXI (2004) y de las novelas …Y un día Nico se fue (2000); La más maravillosa música (una historia de amor peronista) (2002) y La canción de los peces que le ladran a la luna (2006). En el 2002 fue distinguido por las organizaciones LGTB de Argentina por haber difundido una imagen positiva del movimiento gay en los medios de comunicación.


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