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La muerte de Samuel Kunz y la impunidad de los genocidas

El tercer criminal nazi más buscado por el Centro Simón Wiesenthal, falleció el jueves 18 a los 89 años de edad en la ciudad de Bonn, oeste de Alemania. Igual que miles de genocidas nazis, Samuel Kunz murió “de viejo”, sin condena alguna.

PTS

26 de noviembre 2010

Por Paula Schaller y Federico Lucero
PTS Córdoba


En los últimos días una noticia recorrió el mundo: Samuel Kunz, el tercer criminal nazi más buscado por el Centro Simón Wiesenthal, falleció el jueves 18 a los 89 años de edad en la ciudad de Bonn, oeste de Alemania. Igual que miles de genocidas nazis, Samuel Kunz murió “de viejo”, sin condena alguna pese a estar implicado en el asesinato de más de 430.000 judíos en el campo de concentración de Belzec en la Polonia ocupada, que bajo la guerra sufrió el brutal exterminio de un 18 % de su población. Samuel Kunz es, por esto, todo un símbolo de la impunidad de la que gozaron los genocidas nazis a la salida de la Segunda Guerra Mundial.

Esta impunidad fue garantizada gracias al pacto entre la burguesía de las potencias vencidas y de los imperialismos “democráticos”, basada en circunscribir los juicios a unos cuantos genocidas emblemáticos mientras cientos de miles quedaron libres, muchos de los cuales se reciclaron en los propios aparatos represivos de los distintos países imperialistas en la post-guerra y prestaron sus entrenados servicios en la política de contener los procesos revolucionarios. Queremos repesar aquí brevemente cómo se articuló a grandes rasgos este manto de impunidad que protegió a los genocidas después de la guerra.

La falsa justicia de los vencedores

Los Juicios de Nuremberg realizados entre los años 1945 y 1946 por el Tribunal Militar Internacional acordado entre Estados Unidos, Gran Bretaña, la URSS y Francia, lejos de estar destinados a encarcelar a todos los responsables del genocidio nazi, fueron una enorme puesta en escena donde los vencedores buscaron legitimarse como los nuevos amos del mundo que reivindicaban su derecho a imponer el orden de la postguerra.

Sugestivamente, el estatuto de este Tribunal Militar Internacional, que introdujo la noción jurídica de “crimen contra la humanidad”, fue hecho público en agosto de 1945, simultáneo al brutal bombardeo en Hiroshima y Nagasaki por parte de Estados Unidos que masacró a cientos de miles de japoneses; cuestión que llevó a Hannah Arendt a denunciar que el juzgamiento de unos cuantos criminales nazis obedecía a una política de prudencia por parte de las potencias occidentales, evitando “el caso de crímenes a propósito de los cuales se habría podido invocar el tu quoque” (tu también)

De esta manera, en los Juicios de Nuremberg fueron sometidos a procesamiento sólo 611 figuras emblemáticas de diferentes esferas: jerarcas políticos y militares nazis, médicos, jueces, etc., de las casi 5 mil peticiones de procesamientos individuales que se habían elevado al tribunal.

No sólo quedaron sin juzgar decenas de miles de nazis, sino que los grandes industriales alemanes que se enriquecieron a costa del masivo trabajo esclavo de judíos, gitanos, obreros deportados compulsivamente de los países ocupados, partisanos, homosexuales, que fueron obligados a trabajar hasta morir, gozaron de la más absoluta impunidad. Tal fue el caso, por citar sólo un ejemplo reconocido, de la actual Bayer, en aquellos tiempos IG Farben, una de las mayores empresas del sector químico y farmacéutico que, sirviéndose del trabajo forzado, fabricó el gas Zyklon B que usaba el régimen nazi para aniquilar judíos en los campos de concentración. Tampoco los grandes banqueros que se enriquecieron gracias al nazismo, como sucedió con el Dresdner Bank que transfirió todos los bienes y riquezas de los judíos a manos de los burgueses ligados al régimen, fueron encarcelados.

El único gran emblema de la burguesía alemana que fue sometido a juicio en Nuremberg, Gustav Krupp, dueño de la Krupp AG (compañía del sector armamentístico que abasteció la maquinaria de guerra nazi), no recibió allí ninguna condena debido a su “enfermedad”.

Así, los grandes burgueses y financistas que amasaron sus fortunas a base de la sangre y el genocidio de millones, gozaron a la salida de la guerra de la más completa impunidad garantizada por las democracias imperialistas.

Lo mismo sucedió en los Juicios de Tokio, realizados después de Nuremberg y también promovidos por los países vencedores. Allí fueron juzgados algunos cuantos jerarcas del fascismo japonés, mientras el general norteamericano MacArthur benefició con la exoneración al emperador Hiroito. Esto fue parte de la política de Estados Unidos de sostener una “figura fuerte” que pudiera contener a las masas para legitimar la ocupación aliada y garantizar la transición ordenada hacia un régimen de monarquía constitucional en el futuro Japón bajo dominio yanky.

La política de “justicia limitada” de los imperialismos democráticos fue verdaderamente pérfida en aquellos países que experimentaron procesos revolucionarios a la salida de la guerra, como fue el caso de Francia e Italia. En Francia, minoritariamente desde antes de la liberación (cuando era llevada a cabo por distintos grupos de la resistencia en la clandestinidad) pero de manera generalizada después de agosto del año 1944, se desplegó un proceso popular de juzgamiento a los colaboracionistas, conocido como la “depuración”, que expresaba las profundas aspiraciones de las masas a que fueran condenados los cómplices de la ocupación alemana que sostuvieron el régimen de Vichy .
Miles de funcionarios, miembros de grupos paramilitares que perseguían ferozmente a la resistencia, delatores, torturadores y comerciantes enriquecidos gracias a la especulación, fueron juzgados, condenados y ejecutados por tribunales obreros y populares espontáneos que surgían por todas partes buscando imponer justicia.

Para contener la radicalización de este proceso que amenazaba con volverse contra el conjunto de la burguesía francesa, -cuya mayor parte había sido colaboracionista de los nazis-, De Gaulle promovió la política de juicios amañados, donde fueron juzgados sólo unos pocos cientos mientras miles de genocidas fueron amnistiados en varias oleadas entre 1947 y 1953, y muchos de estos se integraron posteriormente a la función pública durante la Cuarta y la Quinta República. El propio Mariscal Pétain, presidente del gobierno de Vichy y personaje ampliamente repudiado por las masas francesas, fue dejado en libertad en el año 1951.

Lo mismo sucedió en Italia, donde la resistencia partisana ejecutó en el año 1945 entre 10 y 15 mil fascistas miembros de la República de Saló , entre ellos el propio Mussolini, linchado en la plaza Loreto durante la liberación de Milán. Este proceso de justicia popular, enormemente extendido debido a la existencia de una resistencia armada de masas contra la ocupación nazi, fue contenido desde arriba una vez que la burguesía italiana pudo, con ayuda de los aliados y del Partido Comunista -entregado a la política de “unidad nacional” de contención de la revolución-, reconstruir el Estado. De tal manera, como plantea Enzo Traverso, “en nombre de la continuidad del Estado -y gracias a la complicidad de las fuerzas de ocupación aliadas, que percibían cada vez más a la resistencia como una amenaza de subversión social y política- el gobierno italiano impidió toda investigación sobre las grandes empresas que habían apoyado al fascismo y se negó a entregar a los principales responsables de los crímenes perpetrados por el ejercito fascista en Yugoslavia, Grecia y Albania.”

Muchos de estos criminales fascistas y nazis fueron ayudados por la Iglesia católica, que les facilitó la tarea de fugarse a distintos países sudamericanos a través del llamado “pasillo Vaticano”, es decir la influencia de la diplomacia papal que consiguió pasaportes, visados, etc.
Pero esta nefasta tarea de impunidad contó asimismo con el activo protagonismo del Partido Comunista Italiano, cuyo máximo dirigente, Palmiro Togliatti, siendo Ministro de Justicia amnistió en el año 1946 a 219.481 genocidas, reduciéndole las condenas a unos 3 mil fascistas acusados de crímenes graves. Y esto, apenas un año después de la expulsión de los nazis a manos de las masas obreras y campesinas que habían conquistado con sus propias fuerzas la liberación de todo el norte italiano.

Gracias a estas amnistías, una gran parte de los miembros de la elite dirigente y la burguesía italiana que habían sostenido el fascismo, se reincorporaron a su profesión e incluso a la función pública, reciclándose en el aparato represivo. De hecho, para el año 1960, 62 prefectos sobre un total de 64 habían sido funcionarios de alto rango bajo el régimen fascista.
Quizás, entonces, considerar este panorama general nos ayude a comprender cómo se construyó la red de impunidad que permitió a Samuel Kunz morir tranquilamente en un apacible poblado alemán más de 60 años después de haber asesinado brutalmente a cientos de miles de personas. Pero no fueron sólo los nazis los culpables del genocidio sufrido por millones durante la Segunda Guerra Mundial.

Los “genocidios democráticos”

Una de las grandes falacias que logró instalar el triunfalismo ideológico liberal a la salida de la guerra es que esta fue un enfrentamiento entre la democracia y el fascismo, donde las potencias democráticas habrían cumplido un rol progresivo en su lucha contra el fascismo, defendiendo los valores de la libertad y la democracia. Este relato no sólo oculta los verdaderos objetivos de reparto del mundo que llevaron a los distintos imperialismos a la guerra entre sí, -cuestión que ha sido abordada por Andrea Robles y Gabriela Liszt en los ensayos introductorios al tomo I del libro Guerra y Revolución. Una interpretación alternativa de la Segunda Guerra Mundial-, sino también los propios genocidios perpetrados por las potencias occidentales “democraticas”, tales como las masacres a la población civil de Dresden, Hiroshima y Nagasaki.

En Dresden, Alemania, se estima que en febrero de 1945 más de 500 mil personas murieron por efecto de las más de 700 mil bombas de fósforo lanzadas por los aviones ingleses sobre una población total de 1 millón de personas. Como han reiterado numerosos historiadores y analistas, Dresden no poseía interés militar alguno, ya que era una ciudad utilizada como centro de refugiados, y su bombardeo fue realizado bajo el estricto objetivo de hacer una demostración de fuerza por parte de Inglaterra que reclamaba un papel importante en el orden de post-guerra. Lo mismo sucedió con los bombardeos perpetrados por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, que fueron realizados cuando la victoria en la guerra ya estaba asegurada con el único fin de demostrar quién era el nuevo amo del mundo -demostración que estaba dirigida centralmente a la Unión Soviética, siendo realizados los bombardeos precisamente un día antes del inicio de la conferencia de Postdam en que los imperialismos se dividieron las zonas de influencia del mundo con la URSS-. Se estima que entre ambas ciudades murieron en total cerca de 500 mil personas.

¿Fueron juzgados los militares y funcionarios norteamericanos e ingleses por cometer estos genocidios? No, y muy por el contrario, pasaron a erigirse en los supuestos defensores de la democracia internacional.

En estos momentos, el caso de Samuel Kunz nos lleva a pensar en aquellos cientos de miles de genocidas que circulan libremente por el mundo, gozando de los derechos que les negaron a millones. Como en Argentina, donde los miles de militares, empresarios, curas y civiles que sostuvieron, financiaron y ejecutaron la cruenta dictadura militar siguen impunes. Mientras tanto, el gobierno Kirchnerista ha venido promoviendo una política “a lo Nuremberg” de encarcelar a unos cuantos genocidas emblemáticos garantizando a la enorme mayoría la impunidad, con la que pueden seguir desapareciendo compañeros como a Jorge Julio López.

Hemos visto hasta dónde son capaces de ir los gobiernos capitalistas en la defensa de los más elementales derechos democráticos, por lo que conseguirlos sólo podrá ser obra de la acción independiente de las masas, únicas heroínas y labradoras de la historia.

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