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Cultura

ANTIGONA VELEZ EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES (sólo en internet)

Un clásico (marechaliano) de un clásico (griego)

A 60 años de su estreno –también en el Cervantes- Pompeyo Audivert pone sobre tablas Antígona Vélez, de Leopoldo Marechal, la más conocida de las (pocas, ya que habría casi una decena perdidas) obras dramáticas creadas por el autor de Adán Buenosayres.

Demian Paredes

28 de julio 2011

A 60 años de su estreno –también en el Cervantes- Pompeyo Audivert pone sobre tablas Antígona Vélez, de Leopoldo Marechal, la más conocida de las (pocas, ya que habría casi una decena perdidas) obras dramáticas creadas por el autor de Adán Buenosayres. Su estreno se debió al pedido de Eva Duarte de Perón, quien estuvo en la función –y que, como luego la llamarían varios intelectuales, como el historiador Fermín Chávez, “la Antígona de los Toldos” [1], deseaba identificarse con la heroína de la historia-.

Aquí, el clásico de Sófocles, del 440 antes de nuestra era –drama del que Georg Steiner en Antígonas contabiliza más de 200 versiones, aunque sin mencionar las de los latinoamericanos/as Marechal, Luis Rafael Sánchez, Griselda Gambaro y Jorge Andrade- se revivencia en las pampas: en el siglo XIX, en la loma donde está La Postrera, una estancia en esos momentos de luto: allí la peonada y las mujeres velan a Martín Vélez, caído en combate contra los “indios”. Su hermano, Ignacio, también muerto en el enfrentamiento, quedó sin sepultura, prohibida por haberse pasado al bando del malón.

El núcleo del drama pasa entonces por el enfrentamiento de dos leyes o mandatos: el que proclama Don Facundo –patrón de la estancia-, un mandato político-militar (y económico, claro); y el de Antígona, “trascendente”, que reclama sepultura, entierro digno, para todo muerto humano. Una voluntad que “está por encima de todas las pampas” [2].

Aggiornada, la creación de Marechal introduce coros a la manera shakespereana (Macbeth) y entonces viejas brujas, “varones” (que recuerdan constantemente las “¡lanzas y potros!” que son su mandato vital) y “mujeres” (que lloran y rezan) interactúan con los protagonistas en esta no-tragedia (o anti-tragedia) criolla.

Porque si en la original Antígona, ésta se terminaba suicidando, en la versión marechaliana la protagonista acepta finalmente la voluntad de ejercer –de que ejerzan sobre ella- el castigo de Don Facundo –voluntad que le hará perder más que una mujer de la estancia-. Aquí la tragedia se transforma en otra cosa, en un drama que finalmente reconcilia los opuestos (según dicen muchos estudiosos de la obra de Marechal, característica principal del autor de Megafón, o la guerra). Javier de Navascués indica que esto se debe a la filiación cristiana y peronista del escritor: junto a la recreación del sacrificio de Jesús que hay Antígona Vélez hay también una “valoración mitificadora de la tradición y de la patria, la figura femenina de Antígona como líder de la comunidad” (recordemos que la obra, destruida en un accidente, fue reescrita por Marechal a pedido de Eva Duarte de Perón); a lo que se suma “el optimismo histórico final”, donde Don Facundo, pese a la(s) muerte(s), avizora una futura tierra poblada y feliz. Es decir que la patriota ideología peronista –operando en el arte- no objeta la masacre de aborígenes y exalta el rol del caudillo (o la caudilla) dentro del orden patriarcal.

Y si hay que pensar en otros significados de la obra, está la del mismo director, quien piensa (y propone ver e interpretar) este drama clásico en clave contemporánea; más específicamente, desde la última dictadura y el presente de reclamos por los desaparecidos. Dijo: “Nosotros somos una sociedad Antígona, que está pudiendo recién enterrar a muertos que no habían tenido sepultura. Incluso, donde no se ha podido recuperar el nombre, se ha podido recuperar esa historia y dar un nombre a aquello que la truncó, que la extinguió, que la desapareció. Se está pudiendo llevar a cabo el ritual de lo humano. Por eso me parece que los crímenes de lesa humanidad son tipificados como tales y, entre ellos, está el de no enterrar el cuerpo del enemigo, el de la extinción de ese cuerpo, de su identidad sagrada. Querer castigar más allá de la frontera de lo histórico” [3]. Y en otro: “Antígona es una fuerza colectiva, impelida por sus muertos”.

“Es la fuerza femenina que se enfrenta al poder histórico. Y en ella viven nuestras propias Antígonas” [4]. Pero como ya dijimos, la Antígona marechaliana termina aceptando la “voluntad de las pampas” y se deja castigar –incluso al precio de perder a su gran amor-. Seguramente son ciertos los deseos del director de pensar –e identificar- la lucha de la “fuerza femenina” contra el “poder histórico” en Antígona Vélez; pero esto no se puede hacer sin haber alterado en nada la versión original; cosa que no aquí se ha hecho: Audivert ha dicho en varios reportajes que sus hijas, las herederas del escritor, le pidieron como “condición” que fuera fiel a la obra original.


Por otra parte, la puesta en escena es notable, ya que hay un largo tablón en medio del público –rompiendo la tradicional frontera entre público y obra-, con una Luna de fondo que acompañará gran parte de la obra, junto a la música (perfectamente ejecutada) en vivo. Lo menos lucido son las vestimentas y las actuaciones –donde Villanueva-Cosse destaca, y un poco también la protagonista Ana Yovino-. Y no se ha logrado cuajar un verdadero “lenguaje criollo”, terminando esto acompañado de cierta “estética brechtiana”, donde los personajes lanzan al público sus diálogos, rudamente. La rigidez en los movimientos de los actores también colabora en crear un ambiente sórdido: el del velorio en el “desierto”.

Pese a ello, la clara escritura de Marechal, en un claro y atractivo discurrir dramático, hace de Antígona Vélez una obra que merece ser (una vez más) vista.

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