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Pan y Rosas N° 7

TESTIMONIO: GABY, DOCENTE DE LA MATANZA

“Ni el juez, ni la policía me ayudaron”

Empezaron los celos, las preguntas que yo, sin darme cuenta, trataba de responder sin entender que no hacía nada malo. Se apoderó de mi vida, mis horas, fuerzas, autoestima. Ya no soñaba, ni descansaba, estaba siempre pendiente si algo podía molestarle.

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6 de noviembre 2008

Empezaron los celos, las preguntas que yo, sin darme cuenta, trataba de responder sin entender que no hacía nada malo. Se apoderó de mi vida, mis horas, fuerzas, autoestima. Ya no soñaba, ni descansaba, estaba siempre pendiente si algo podía molestarle. Me alejé de mis amigas, mis hermanas, mis compañeras de la escuela. Todo se volvió más tormentoso: ir a trabajar, mirar televisión, hasta pensar o estar en silencio podía ser síntoma de que algo le ocultaba. Llegó al punto de convencerme de que no tenía que comer para estar delgada, hasta llegar a la anorexia. Me denigraba, me humillaba. Sólo yo sabía lo que sentía y pasaba, pues la vergüenza me impedía contarlo o buscar ayuda. Los golpes se combinaban entre lo físico y lo psicológico. Tuve que renunciar a tener un hijo más pues él no quería.

Me abrió los ojos ver a mi hija sufrir, y decidí romper con esa cárcel. No lo aceptó: profundizó su obsesión. Yo me preguntaba: ¿cómo puede un hombre llegar a sentirse dueño de una mujer, como una propiedad privada? Empezó lo peor: golpes, persecuciones, amenazas de muerte. De nada sirvieron las denuncias a la comisaría de la mujer, al juzgado. Lo único que lograba era tener que presentarme a humillantes peritajes donde tenía que probar que había sido golpeada, ahorcada, amenazada y hasta violada. Mientras yo, con el último aliento, iba al hospital para que me dieran los primeros auxilios, él ya había salido de la comisaría pues tenía amigos ahí. ¿Qué hacer, quién me podía defender? Por momentos pensaba que no saldría viva de esa. Ni el juez, ni el abogado asignado por el juzgado, ni la policía me dieron una ayuda.

Así como siempre decidió sobre mi vida, quiso decidir mi muerte, me esperó en la puerta de la escuela donde soy maestra, me hirió con dos balas en la cabeza y se suicidó al lado mío. Sin más ayuda que mi familia y compañeras de la escuela superé las heridas físicas tras dos semanas de internación.

Pasado un año, por fin me siento libre, dueña de mis actos, de mi cuerpo, de ver crecer feliz a mi hija. Y me vuelve la pregunta: ¿cómo puede un hombre llegar a sentirse dueño de una mujer, como si fuera su propiedad privada? Viendo tantos casos de mujeres en situaciones similares, me doy cuenta que cuenta que no existe ni ley ni policía ni juez que quiera en verdad que cambie nuestra vida: sólo peleando por nuestros derechos es que los podemos lograr.

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