En los hipermercados de La Matanza, los trabajadores de comercio tienen el salario mínimo, $1.450 y hasta hay algunos que reciben menos que eso. “Mis hijos siempre fueron a la escuela pública y con mi marido que cobra 1.800 por limpiar las oficinas del banco, vivimos en lo de mi suegra”, cuenta una cajera.

En estos hiper se trabaja de lunes a lunes con un solo franco rotativo a la semana. Maltrato de supervisor, fijar la mirada enfrente del tablero y sin ir al baño hasta que llegue el esperado relevo en algún momento del día. “Un cajera llega a facturar $20.000 en 8 horas”, cuenta una trabajadora. “Tantos billetes que pasan por mis manos, pero nunca llegan a mi familia”, que dice que ella lo que se lleva de todo eso es algo más que una tendinitis por los miles de productos que embolsa diariamente.

En una fábrica del plástico, otro trabajador hace doce horas rotativas de lunes a sábado. “Por el sueldo no nos podemos quejar”, dice irónicamente para luego agregar: “es que si te quejás te echan a patadas al toque”. “Ganamos casi tres lucas, pero dejamos la vida ahí dentro y no tenemos tiempo ni para disfrutar lo que ganamos”.

Los dueños tienen fama comprobada de mafiosos. Al último que se le ocurrió organizar una asamblea vino un dueño personalmente y lo sacó del cuello (sin exagerar). Y el delegado, puesto a dedo por la empresa, se encarga de marcar a la gente que no quiere, y lo hace con cara de sobrador.

“Cuando vas al baño, parece que al encargado también le agarran ganas de ir”, dice. “Si te demorás un poco más, el tipo te abre la puerta de una patada”.

El compañero cuenta también que el odio entre los trabajadores es cada vez más grande. “El delegado ni siquiera puede ir a bañarse cuando lo hacemos todos los demás. Cada vez que entra al vestuario una gran silbatina lo recibe hasta que se tiene que ir”.

“Lentamente ese odio se está transformando en organización”, sentencia el compañero.