Carlos Pedro Blaquier pasó buena parte del invierno en su mansión La Torcaza, en San Isidro.

Aprovechó para darle una entrevista a La Nación. “En este país, a todo el que tiene guita lo ataca la zurda” dijo. Blaquier es el dueño de Ledesma, el complejo agroindustrial más grande del norte argentino: 52 mil hectáreas de carne y granos, 35 mil de caña de azúcar, 2 mil de cítricos.

Don Carlos “tiene” 7 mil obreros. Esos músculos y ese sudor son la explicación de tanta riqueza. Su sangre también. En mayo encontraron 27 restos óseos en el Paraje El Tampo, jurisdicción de la empresa Ledesma.
Ledesma está acusada de prestar sus instalaciones y vehículos para perpetrar la masacre conocida como “el apagón de Ledesma”, durante la dictadura.

Por eso este invierno trabajadores y estudiantes de Jujuy marcharon denunciando que “Jujuy es la única provincia donde no se realizan los juicios orales por los delitos de lesa humanidad”.

Pero Blaquier sigue gozando de sus tertulias de invierno y provoca al diario de la oligarquía: “pocos gobiernos han defendido tanto a la industria nacional como éste”.

La impunidad (y los buenos negocios) lo inspiran. Entonces el jerarca recita su último poema, escrito tras el discurso presidencial de fomento a la industria porcina: “Se ha incrementado la venta/del cerdo vivo o carneado/después de haber escuchado/a Cristina presidenta./Las propiedades del cerdo/eran para mí un enigma,/desde hoy son un paradigma/y la vaca es un recuerdo./Y por potenciar la cosa/como cerdo a toda hora/y gracias a la Señora/hoy tengo novia mimosa./Por eso soy cristinista/y nada me hará cambiar/soy cristinista a rabiar/y un convencido activista” (La Nación, 25/7).

Vendrán los tiempos en que florecerán esas marchas, se harán inquebrantables los piquetes, contra los cerdos high class.
Se acabarán entonces sus pésimos poemas y sus bacanales.