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HISTORIAS

Cara de mujer

Prensa PTS

1ro de agosto 2004

Cómo no va a correr el viento, si le han dado tanto espacio. Duele el frío, aquí, en la estepa patagónica, una tierra que repele a los de espíritu cómodo. De improviso, un cartel corroído por el óxido avisa que estamos a punto de llegar. "Una experiencia única", promete, desmintiendo a la chica de la estación de servicio de Trelew, que había bufado un "allá no pasa nada". La ruta 3 invita a seguir viaje, pero hay que detenerse. Llegamos a destino: Sierra Grande, el pueblo que creció a la vera de la mayor mina de hierro de Sudamérica; el que, en 1991, apenas la mina cerró, empezó a quedarse vacío. Se dijo que este lugar que se llenó de adioses sufrió con la desbandada de sus hombres; que el pueblo se desangró casi hasta morir, pero las mujeres lo salvaron. Se dijo que aquí la gente sólo vive de recuerdos mustios, y que el que puede pone los pies en polvorosa y se va sin mirar atrás, cual Lot. Uno dijo, incluso, que este es un pueblo innecesario, aunque se emperre en no desaparecer. Sierra Grande, a pesar de lo que de ella se dijo, le da la bienvenida a los forasteros. No promete mucho, acaso para no decepcionar.

Aves de paso

A Laura, la encargada del hotel, le intriga saber qué nos trajo aquí, a 1.180 kilómetros de Buenos Aires. -Vinimos a buscar mujeres-. La respuesta suena a parlamento de película porno clase B.
-No es mal lugar, porque acá todas tienen su historia -comenta-. Acá hay mucho desamparo... Son varias la que, como yo, ya no tienen al marido al lado. ¿Si soy viuda? Lo hubiese preferido, pero apenas si soy divorciada.
Habla, Laura, y uno entiende su verborragia. No hay, en el hotel, otros pasajeros que presten su oreja. "Acaban de irse unos chinos que quieren comprar la mina, pero no les entendía ni jota." Es hora de salir a explorar. A dar vueltas manzana, cosa de tantear el terreno. Los comercios acaban de abrir; un policía bosteza y custodia el Banco Nación; un borrachín madrugador mira pasar la vida desde el Americano, un bar fosilizado en los 70. El Templo y Cyber´s, los boliches, esperan cerrados el fin de semana; Brujas, el cabaret, es un recuerdo tapiado. Poco pasa, mientras cinco mujeres barren la calle. Lulú, la perra que las secunda, salda una vieja pendencia con los escobillones: no deja de tirarles tarascones. Cuatro barrenderas son tímidas.
La quinta -Silvia Quiroga, de 44 años y con siete hijos- habla por todas. Cuenta que son las chicas de los Planes: algunas de las 400 mujeres del pueblo que son solas y viven con los $ 150 del Plan Jefas de Hogar. "Da bronca que siendo tantas anotadas, seamos doce las que venimos a barrer -protesta-. Las otras prefieren estar en una oficina para no pasar frío, pero a mí nadie me puede señalar con el dedo por cobrar sin hacer nada."
Silvia presenta a sus cófrades. Eusebia, de 53 años, tiene siete bocas para alimentar: seis hijos y un marido desocupado. Jessica, de 23, vive para tres criaturas. Isabel, de 33, tiene en el haber cinco chicos y tres ex maridos. Y así... "Es que los padres hacen lo suyo y se van. Es como dice el tema de Rodrigo: Voló, voló", ríe Silvia. Jessica acota: "Acá los hombres son como los ojitos chiquitos, esos chinos que codician la mina. Están de paso".

Chicas superpoderosas

Todo lo que pasa en Sierra Grande se comenta en la estación de servicio del A.C.A, que vendría a ser la base de operaciones de dos de las mujeres más corajudas del pueblo: la concejal Graciela Pérez y Patricia Lucero, presidenta de la filial de LALCEC. Las dos están felizmente casadas; sus maridos saben que con ellas no va aquello de "como mi mujer quería más libertad, le amplié la cocina". Al contrario. "Nos dicen balde de plástico: por más que nos cuiden, nos rajamos", ríe Patricia. Ella, la militante antitabaco, se pone seria a la hora de contar cómo mutó todo aquí, al sur de Río Negro. "Han cambiado los roles, y son las mujeres las que tienen trabajo. Estamos a la par de los hombres; sin anularlos, pero sin someternos. Al fin, todos queremos lo mismo: enterrar el muerto del cierre de la mina, no quedarnos en el pasado. Por eso, nos revienta que nos hagan ciudadanos de cuarta, que digan que somos un pueblo fantasma." Su compinche, la concejal, abunda en la idea: "El pueblo no está tan mal como lo pintan, para nada. Y todo puede repuntar si los chinos llegan a comprar la mina.
Pero una operación así no se cierra de un día para otro. Es mucha plata. Tienen que poner 90 millones de pesos para arrancar nomás, porque en 1991 Menem no sólo cerró la mina; desguasó todo". Los seis mil habitantes de Sierra Grande -3.600 son mujeres- eligieron ser gobernados por un hombre, pero lo rodearon con una guardia pretoriana femenina. El intendente Nelson Iribarren -"un chico del pueblo", lo definen todos- tiene su despacho junto al Concejo Deliberante, integrado por cuatro mujeres y tres hombres.
En estos días, Iribarren no atiende: salió a recorrer los parajes de la Meseta de Somuncurá, dice Leopoldo, un ordenanza que apunta un "aquí los políticos son gente común". El hombre, discreto, no dice lo que muchos cuchichean: que otros olvidaron a su pago chico. Se hablan pestes de un nativo de Sierra que es senador nacional: "Ni vuelve al pueblo, o llega de noche para que nadie lo vea".
Hablando de noche... Hace rato que atardeció, y el hambre llama.
No hay muchos lugares para elegir, parece. Una parrilla, un comedor, un boliche "donde se come bien si no le molestan los gatos"... y El camionero, un bodegón acogedor, si uno no es alérgico al olor a frito. Allí, desde la silla de ruedas a la que lo confinó un infarto, Pipe Pérez brinda un consejo: "No madruguen mañana, que acá nadie se levanta temprano, hijo. ¿Pa´ qué? Si no hay trabajo."

Irse o no, ésa la cuestión 

Diez de la mañana, entonces. El pueblo despierta, la gente gana la calle. Los operarios municipales reparan un cordón cuneta a ritmo cansino. María Lefimil hace las compras; lleva a upa a su hijo Isaías, de un año y medio. "Mi marido es peón rural y viene sólo el fin de semana. Ya no lo extraño tanto; me acostumbré a no verlo", confiesa, y sigue su camino.
Verónica Poltroletti, taxista, maneja un Fiat desde que el chofer anterior consiguió trabajo en Caleta Olivia. "Con mi marido casi nos vamos; él estuvo en Comodoro Rivadavia tres meses, viendo si salía algo mejor, pero no resultó. Ahora me ata el hecho de que acá tengo casa, pero a la vez sé que en unos años nuestra hija va a tener que irse a estudiar afuera. Y si los chicos se van, no vuelven. Aquí, ¿un ingeniero qué va a hacer?".
Karina García, una maestra rural, no está de acuerdo. "Yo estudié en Trelew, pero volví. Y tengo ocho hermanos y todos seguimos acá. Trabajo en tres escuelas, una en el campo: se me hace duro, pero jamás pensé en irme", dice, pero se va. El colectivo a Sierra Pailemán pasa en minutos, y no espera.
Elsa Zelaschi de Bertolini, vital señora de 62 años, atiende el mercadito Roy. La mujer, que preside la cooperadora del hospital, está chocha porque acaban de donarles una ambulancia (los bomberos trasladaban a los enfermos). Y teoriza acerca de por qué Sierra Grande tiene cara de mujer: "Las mujeres acá tienen protagonismo porque los hombres se fueron a buscar trabajo y quedamos casi solas. Muchos no volvieron, tantas familias se desmembraron... Es triste, pero ahora el pueblo está desunido y no hay trabajo para los jóvenes. Yo ya hice mi vida, pero ahora ruego que lo de los chinos no sea una jugada política".
Belén Pessoa, la mujer policía del pueblo, esgrime razones del corazón para no irse. "Lo que pasa es que si te criás en un pueblo, querés volver aunque no haya salidas laborales. Yo me fui a Trelew porque quise ser contadora, pero no duré. No era para mí, y a la policía la llevo en la sangre", explica Pessoa, hija de un subcomisario. "Conozco a todo el mundo, pero pido que me respeten. ¿Sabés qué es lo que me da más pena? La juventud. Veo a chicos de 13 años que ya toman; hay mucho libertinaje", sentencia, antes de pedir que visitemos la playa. Modesta, no avisa que pocos veranos atrás fue elegida Reina del balneario local. Le hacemos caso. A Playas Doradas se llega fácil: sólo hay que tomar un camino de ripio ondulante y desandar 25 kilómetros desde el pueblo. El lugar, un paraíso de arenas interminables ideal para el turismo familiar, es -chinos aparte- la mayor apuesta de los pobladores de Sierra Grande para olvidar tanta malaria. Allí vive Sonia Franco, una mujer fornida y sonriente que en sus ratos libres emprolija la plaza, que mira al mar.
"Ya somos quince las familias que vivimos todo el año acá -cuenta-.Se está empezando a acomodar la cosa y el verano pasado llegaron miles de turistas". Es media tarde, y se escucha una sinfonía de martillos: una decena de obreros construyen casas de veraneo. "¿Ves? El que tiene un oficio, encuentra qué hacer", dice Sonia. Cerca de la playa, Lucía Pascuale -una jujeña de 20 años- arregla un motor fuera de borda. "Con mi novio, David, vivimos del buceo. Si tenemos suerte, cada día sacamos 300 kilos de cholgas. Las vendemos a un peso el kilo", comenta. "Pero la que es una capa es Verónica, aquella señora. Sale con la caña, y a las dos horas vuelve con 200 pejerreyes", dice, mientras señala a una mujer menuda.
"Verónica Gómez, viuda de Cruz -se presenta la aludida-. Tengo 55 años y llegué al sur en 1971. Soy una catamarqueña que no cambia la Patagonia por nada del mundo. Cuando llegamos con mi marido no había nada: ni gas. Comíamos guanacos y peludos, para que se dé una idea." Verónica, la única que vende pescado en el pueblo, dice que "para tener pique no hay secretos. Sigo a la Luna y encarno con anchoas o langostinos: el pejerrey es un bicho de estómago delicado. Tengo mis clientes fijos: me pelean si no les llevo pescado".

Pescadores de ilusiones 

"Si no desaparecimos, es porque la pesca nos salvó." Lo dicen todos, y no se refieren a los buenos oficios de Verónica. Tramar, una empresa que se especializa en la exportación de merluza congelada, es el mayor empleador privado de la zona. En su planta -en el portón de entrada un cartel avisa: No hay vacantes- ocho operarias desafían la gelidez de las cámaras frigoríficas. Alejandra González cuenta que "apenas llega el pescado nos venimos, muchas veces de noche. A veces llegamos a limpiar y envasar 6 mil kilos por turno...Se hace duro, pero es el mejor trabajo que hay en Sierra".
Andrea Huaracan -27 años, madre de dos chicos- está relacionada con la industria pesquera de otra manera: es la esposa de Fernando Nocito, uno de los 80 pescadores de altamar del pueblo. "Mi marido pasa mucho tiempo afuera: dos meses mínimo en cada marea, como llaman a las salidas.
La primera vez que se embarcó no sabés la angustia que pasé, pero no nos quedaba otra: como remisero apenas traía diez pesos por día y ahora junta 6 mil pesos cada cuatro meses. Los chicos y yo sufrimos la lejanía, pero una se acostumbra." Fernando, que mañana se va, comenta lo difícil que es la vida mar adentro: "Hasta que no sacamos 120 toneladas de langostinos, no volvemos a puerto. Y arriba del barco pasás tanto frío? Te agarra reuma al final; no es un oficio para toda la vida. Hay tantas cosas que te pueden pasar... Yo llegué a llorar de miedo. No sabés lo que es tener olas de 12 metros pasando arriba del barco."
Doña Ana, la madre del marinero forzado, sufre cada vez que su hijo se embarca, pero más le duele el futuro de su terruño. "Mi miedo es que este sea un pueblo de viejos -dice-. Nosotros tenemos historia, pero la vida está en los chicos. Es muy triste ver al pueblo tan gris."
Josefina Vassini, una docente jubilada que ahora preside el Concejo Deliberante, quiere ser optimista. "De nosotros depende no ser un pueblo fantasma -dice la mujer, de 65-. Si hay trabajo, va a venir gente joven otra vez. Sé que anduvieron los chinos y hay esperanza, pero hasta que no los veamos abrir la mina, no lo creemos. 
Igual, pase lo que pase, no me voy: a Sierra la quiero mucho, me dio todo. ¿Si siguen los malos tiempos? Y... aguantaremos. Aquí las mujeres somos fuertes." De hierro. 

 

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