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SOBRE LA NOVELA "CUENTAS PENDIENTES" DE MARTIN KOHAN
Una historia ¿sencilla?
Por: Demian Paredes

02 Sep 2010 | “-Lo llevo a los años de las dictaduras: ¿cómo pesan en el escritor esos sucesos? ¿Y en la sociedad? – A mí, en la literatura, me es tremendamente útil y tremendamente necesario a la vez; me parece que hay algo del orden del mal, en algunos casos, de la opresión, en otros, del malestar, algo del autoritarismo instalado en esa cultura del miedo, que me (...)

Una narración constante, ininterrumpida, es lo que ofrece Martín Kohan en su última novela -de título “andrésrivereano”- Cuentas pendientes: un incesante describir -en la primera mitad del libro- la vida y el entorno del personaje principal.

Con mucha crudeza y humor negro, con algo de ironía, Kohan relata los entresijos de una existencia miserable, paupérrima por momentos; los de una persona que está, casi, al filo de la vida. Será esta la constante del relato.

Insistentemente, un narrador en primera (que parece tercera) persona -en indirecto libre- describe la vida (la ruina, sería más preciso decir), de Lito Giménez, un jubilado “solo”, de casi 80 años.

Lo de solo entre comillas tiene que ver con que su esposa y suegra viven en otro departamento, en el mismo edificio -y le complicarán la existencia-; además de recibir visitas de la hija.

Otra será -en su momento- la visita del “Dueño”: una presencia, la mitad primera de la historia, que amenaza tomar carnadura en cualquier momento: Lito le debe 4 meses de alquiler.

Lito tiene además una changa: marcar clasificados para un militar retirado, que además le “consiguió” la hija.

Kohan nos da casi desde el principio varias pistas para comprender el calibre del protagonista: pequeños, breves comentarios, que señalan el “perfil” de Giménez.

Por ejemplo, cuando Lito está en el departamento de su ex mujer cuidando a su suegra, nos encontramos con que “está prendido un velador, y también, la radio a transistores, donde justo en este instante una voz nocturna y grave explica a los noctámbulos que no habrá remedio posible para el flagelo de la delincuencia en la Argentina mientras las leyes sigan permitiendo que los criminales entren por una puerta y salgan por la otra, se deduce que de la cárcel” . Y al rato:

“La voz de la radio, que en verdad nunca cesó, se deja oír otra vez en el resuello de la habitación.

 Si los violadores no tienen curación, ¿qué esperan nuestros legisladores para votar la pena de muerte?”

Kohan, desde referencias a la “sencilla” cotidianidad del personaje, busca pintarlo en cuerpo y alma, como cuando va al bar a buscar en los avisos clasificados ofertas de autos usados para que el militar haga sus negocios. La mente de Lito registra entonces, luego de una puntualización que gusta de hacer de las noticias policiales, el problema general de la sociedad: “las mentiras de la política, el deporte que es ahora puro negocio, la manga de desviados que sale en la televisión y el cine, la droga en el rock and roll, el sida. Un mundo en crisis, le propone a Salazar [el cajero del bar], que ajusta el concepto con la sugerencia de que la crisis es moral antes que nada” .

Como si aún hiciera falta nos acercamos a la subjetividad de Lito por los comentarios despectivos que hace de todos (los que no son ni piensan como él): desde los “zurdos” (“el tiempo pasa, como dice aquella canción que tanto cantan los zurdos”) hasta las inmigrantes que se ofertan en los clasificados de “servicios personales” (“¡Boliviana! ¡Y lo dice!”; “paraguayas no”; “rebeldes no”; “¡190! Paraguayas no”).

O en el baño, cuando, leyendo una Reader’s Digest “se entretiene Giménez, a la par que se cultiva, con dos breves páginas que demuestran acabadamente que no era menos asesino Trotski que su camarada Stalin” .

Al momento de regresar su señora de la iglesia nos enteramos por boca de ella que, “en la iglesia castrense del Cabildo (…), el párroco decidió que quedaran vacíos los asientos que usualmente ocupan los patriotas ahora perjudicados por la prisión domiciliaria” .

Así configurado su “mundo”, Lito Giménez asiste a un breve encuentro donde Vilanova, el militar retirado, está enardecido ante la militancia y reclamos de las Madres e HIJOS. Despotrica guarramente e incluso se mete en un tema caro, muy caro, al protagonista:

“Ahora, ¿qué? ¡Los bebitos! Qué ironía, masculla el coronel, aunque ninguna expresión de ironía le suaviza el rostro. El aborto les importa tres reverendos carajos, pero resulta que se preocupan como locas por los pobres bebitos. Que ya no son ningunos bebitos, por otra parte; ya son unos tremendos huevones. Lito, qué cosa (…). El aborto les parece bien: asesinar bebitos a indefensos. Pero salvar a otros bebitos, rescatarlos y ponerlos en manos de alguna buena familia que los cuide y que los quiera, ¡todo eso les parece mal! De los fetos asfixiados y tirados a la basura no dicen ni mu. Y en cambio no paran de romper los quinotos con los bebitos que dicen que son suyos. Bebitos cuidados y educados por tantas familias de bien” .

Luego de esto la historia tomará un giro y cambiará la narración de perspectiva: será desde el “Dueño”, en primera persona, que asiste a una especie de “duelo verbal” -no exento de equívocos, que por momentos configurarán un diálogo de sordos- con Lito, donde se hablará -deuda de varios meses por medio- de la TV, algunos (discutibles) personajes y sus “costumbres” , de la profesión del dueño (profesor de literatura) y un compromiso de pago futuro.

Mal posicionado, el profesor sufrirá a una suerte de derrota en su lucha por cobrar el alquiler.

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Ahora bien, ¿dónde se inscribe esta nueva obra de Martín Kohan? Ya sabemos que desde Dos veces junio, pasando por la muy lograda Museo de la revolución -que incluye una elaboración teórica acerca de las “temporalidades de la revolución”, con textos de autores clásicos: Marx, Lenin y Trotsky- hasta Ciencias morales (ambientada en el Colegio Nacional durante la guerra de Malvinas y el fin de la dictadura), Kohan ha hecho resonar el tema del genocidio 1976-83 de distintas maneras . Y ha dicho: “Existen, claro está, cuentas pendientes: no sabemos dónde están los desaparecidos, ni quiénes fueron los padres biológicos de los hijos adoptados por la dictadura. En los 80, vivimos la autodefensa, no sabíamos nada como sociedad y tras una década de impunidad fáctica y olvido con Menem, la literatura comienza ahora a tratar aquellos tiempos” .

Aunque aquí discrepo: porque incluso en los ’60 y ’70; es decir, previo al golpe de Videla y cía., la literatura se ocupó de retratar la creciente violencia (basta mencionar El fiord de Lamborghini o El frasquito de Luis Gusmán). También los ’80 y ’90 dieron más que un buen puñado de obras, desde Los pichiciegos de Fogwill hasta las ácidas parodias de Guebel (como El terrorista y El perseguido, obras donde se habla y se ataca a la revolución y a la militancia política de izquierda, completamente en sorna) o El fin de la historia, de Liliana Heker, por nombrar algunas (otros “clásicos” que también “trataron aquellos tiempos” son Nadie nada nunca, de Saer, o Respiración artificial de Piglia).

Es decir que la literatura trató ampliamente (tan ampliamente como el espectro de los autores citados, bien diversos en trayectoria, intereses estéticos, estilísticos y políticos) el problema de la violencia y, más o menos explícitamente, el tema de la dictadura en Argentina, la militancia y sus resultados.

Tal vez la repetición del tópico en Kohan -y en toda una serie de escritores, lo que llevó a que el polémico y recientemente fallecido Fogwill los criticara en diversos reportajes y charlas por “comerciales”: por “poner un desaparecido en cada novela a pedido del editor que hay en España”- se deba más a la “rehabilitación” que hizo el Estado y el gobierno de Kirchner desde 2003, avalando la discusión de “los ’70”, con un relato a la izquierda de Alfonsín, los liberal-reformistas (como Sarlo era entonces) y la “teoría de los dos demonios”. Un relato con el cual el gobierno, mediante una reivindicación acrítica (y falseada, ya que según el discurso estatal los sectores que tomaron las armas en los ’70 lo habrían hecho para tener el actual capitalismo “neodesarrollista” -y semicolonial, subordinado al imperialismo-) buscó aliados entre los organismos de DD.HH. y entre los sectores “progres” de las clases medias y la juventud.

Este “clima”, post 19 y 20 de diciembre de 2001, bien podría ser el verdadero contexto de Cuentas pendientes y de las decenas de obras de similar temática aparecidas estos últimos años.

En definitiva, Kohan retoma algo que la literatura nunca dejó de mencionar (con diferentes estrategias narrativas), en este caso mostrando, a modo de espejo ante la debacle neoliberal posterior al 2001 en nuestro país, a un sujeto configurado en las últimas décadas a la derecha, donde un sentido común banal e individualista se impuso -y se busca recrear constantemente mediante los medios masivos de comunicación-, tras la derrota de las luchas pasadas.

Así, todo un sector de la narrativa argentina contemporánea viene expresando, como “caja de resonancia”, muchas discusiones sobre “cuentas pendientes”.

 

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