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A 90 años de la Revolución Rusa

Rescatando al gobierno burgués

10 de mayo 2007

Dos grandes sucesos se conjugaron el día después de la llegada de Trotsky a Petrogrado. El 5 de mayo, mientras EE.UU. ingresaba a la guerra del bando aliado, los socialistas mencheviques y socialistas revolucionarios aceptaban ingresar al gobierno provisional estableciendo una coalición con el partido que recientemente las masas habían repudiado en la lucha callejera, el partido Demócrata Constitucionalista (Cadetes). Los mencheviques y socialistas revolucionarios ya habían establecido desde el surgimiento mismo del gobierno de “febrero” un Comité de Enlace donde las instituciones de la “democracia revolucionaria” colaboraban activamente con el establecimiento del nuevo orden “libre y soberano” de Rusia, el régimen del doble poder. A través de éste se habían comprometido a apoyar el empréstito que habían contraído con los Aliados, el llamado “Empréstito de la libertad”. Ahora estaban dispuestos a ingresar al gobierno para salvarlo de la ira popular.

Reunidos en el Palacio de Taurida, el pleno del Soviet, con la oposición de una minoría encabezada por el partido bolchevique, apoya el ingreso de sus jefes al gobierno provisional. La lista de las nuevas carteras ministeriales era refrendada; según éstas 10 ministerios seguirían en manos del partido Demócrata Constitucionalista y 6 serían ocupadas por socialistas. Kerenski pasaría a ocupar el Ministerio de Guerra, Tseretelli, el jefe de los mencheviques, antiguo presidiario obligado a trabajos forzados, ingresaría como ministro de Correo y Telégrafos, Chernov, antiguo socialista revolucionario y asistente de la conferencia contra la guerra en la ciudad de Zimmerwald, ocuparía el Ministerio de Agricultura, Skóbelev, el antiguo discípulo y ayudante de Trotsky, encabezaría el Ministerio de Trabajo. Pero nada de este espíritu de fraternización y solidaridad con los intereses de la burguesía podría resolver la dinámica que la guerra imperialista estaba imponiendo a las naciones beligerantes; el hambre y la crisis económica, la desmoralización de la tropa, el antagonismo entre las clases que los obreros y soldados de Petrogrado habían dejado sombría y fantasmalmente en los combates de abril.

Trotsky, presente en el Pleno del Soviet y recién llegado de Norteamérica, es invitado a hablar ante la multitud allí reunida: “Si los delegados pudieran ver y medir el impacto que la revolución tiene en el mundo sabrían que Rusia ha inaugurado una nueva época, una época de sangre y hierro, una lucha que ya no es de nación contra nación, sino de las clases sufridas y oprimidas contra sus gobernantes. No puedo ocultar que disiento de mucho de lo que está sucediendo aquí. Considero que esta participación en el gobierno es peligrosa (…) el gobierno de coalición no nos salvará de la dualidad de poderes, trasladará la dualidad al propio gobierno. La revolución no perecerá a causa de un gobierno de coalición. Pero debemos recordar tres mandamientos: desconfiar de la burguesía, supervisar a nuestros propios dirigentes, y depender de nuestras propias fuerzas revolucionarias. Creo que nuestro próximo paso será poner el poder en manos de los Soviets, sólo un poder único puede salvar a Rusia ¡Viva la revolución rusa, prologo de la revolución mundial!”1. La proclama que lanzaba Trotsky a la multitud de los delegados disputaba con las ilusiones que los trabajadores y soldados depositaban en el nuevo gobierno de coalición, pues éstos apoyaban el ingreso de los socialistas bajo la esperanza de que con su incorporación conseguirían definitivamente la paz para las trincheras y el pueblo ruso. Por otro lado, Trotsky enfrentaba abiertamente las intenciones de los jefes socialdemócratas mencheviques y socialistas revolucionarios, quienes ya estaban en el Soviet en calidad de funcionarios del Estado de la burguesía y de los planes de ésta para respaldar la continuidad de la guerra “defensiva” de la “democracia” rusa. Dos fuerzas empujaron a los socialistas a ingresar al gobierno, la solicitud de la burguesía de apoyar decididamente a su gobierno, y la ilusión de las masas de que una vez allí los socialistas presionarían por sus legítimos deseos de paz. Ambas fuerzas se apoyaban en distintas aspiraciones, en distintas clases sociales, pero momentáneamente confluían en un mismo objetivo: la unidad con la burguesía.

La “supresión” de la lucha de clases

Cuando el proletariado francés en 1848 se lanzó a la lucha callejera derribó a la monarquía de Luis Felipe y obligó a la burguesía, con el poder de las armas, a proclamar la “Republica Social”. Entre los jefes de los combatientes, el líder socialista Luis Banc terminó sus días de gloria conformando la Comisión Luxemburg y proponiendo decretos y legislaciones para acortar la jornada de trabajo, formar cooperativas de trabajo para pelear contra la desocupación, etc. Iniciativas todas muy loables, pero que “pasaban” por alto, o más bien “ocultaban”, que el poder seguiría en manos de la burguesía, y que la lucha de ésta por mantener su dominación estaba enfrentada a las aspiraciones más elementales del proletariado francés. La ilusión de Luis Blanc era que la burguesía estaría dispuesta a colaborar con los jefes de los explotados, otorgando concesiones sin dar batalla, y que ello permitiría “superar” fraternalmente los antagonismos de clases. La lucha de clases así estipulada simplemente era dejada de lado, “superada” por las buenas intenciones mutuas a partir de la alianza común. Nada de esto sucedió.

La burguesía sólo ganó tiempo, escondida tras los gestos de la “unidad”, para aplastar al proletariado en las calles. Los líderes de los mencheviques y socialistas revolucionarios no tenían nada que envidiarle a su antecesor francés. Ellos realmente jugaban a la escondida con la guerra. Suponían, a pesar de todas la evidencias de la historia, que la burguesía rusa no quería seguir metida en la masacre humana de la guerra por objetivos tan “bajos” y “poco humanos” como la anexión de territorios o la ocupación de otros pueblos. Después de todo, ellos estaban en el gobierno para garantizar que las naciones puedan autodeterminarse, especialmente aquellas que estaban bajo control alemán. ¿Pero qué hay de las naciones ocupadas por el ejército ruso, ingles o francés? ¿Bajo la defensa de qué intereses se solicita el derecho a la libertad de unos pueblos y de otros no?

Le entrada de EE.UU., con la demagogia de su presidente Wilson, reforzaba la propaganda de los líderes reformistas del Soviet bajo el argumento de que la guerra mundial en definitiva enfrentaba a las potencias de la democracia –como Inglaterra, Francia y EE.UU.- contra las potencias de la reacción encarnadas en el Káiser alemán Guillermo II, jefe de la monarquía constitucional de aquel país. La supuesta división de las clases dominantes entre un ala democrática, a la que hay que apoyar, contra otra reaccionaria, a la que hay que aplastar, servía de argumento central a la hora de justificar la continuidad de Rusia en la guerra y los “compromisos” para la lucha por la “libertad” con los piratas ingleses y franceses. Pero la guerra a ambos lados de la trincheras en que se disputaban el mundo los imperialistas, tenía un solo objetivo: los negocios del capital financiero, que otorgaba los empréstitos de guerra, la gran burguesía industrial que fabricaba las armas, y los gobiernos de la metrópolis que intentaban por la fuerza determinar quién se quedaría con Africa y Asia. Ninguna de las buenas y pacifistas intenciones de los reformistas del Soviet cambiaría los objetivos capitalistas de la guerra. Estos jefes, al igual que Luis Blanc, no hacían más que confundir las cosas. Así permitían a la burguesía seguir con su voluntad guerrerista contra las más amplias aspiraciones de paz de las masas de Rusia y aquellas masas desposeídas de los otros países que, inspiradas por la revolución rusa, buscarían también poner fin a la masacre.

La fraternidad en las trincheras

Desde la revolución de febrero la situación en el frente se había distendido. La crisis de abril y la necesidad de la burguesía de atalonar al gobierno provisional, incorporando a los socialistas, no hizo más que extender la sensación en las trincheras de que la paz estaba próxima. Existía en el frente un “armisticio de hecho” que relajó el ritmo de la muerte, a tal punto que para los festejos de pascua miles de soldados rusos cruzaron las trincheras y los ríos con banderas blancas para reunirse en asambleas, realizar encuentros, bailes, así como largas noches de desvelos con sus supuestos “enemigos”, los soldados, obreros y campesinos alemanes. Pronto, estos intercambios se hicieron frecuentes, y los soldados alemanes eran invitados a participar en los mitines en las trincheras rusas. Si bien esta situación era aprovechada por el Alto Mando alemán para movilizar tropas hacia otro de sus frentes de batalla, de hecho daba cuenta de cuán profunda era la aspiración de paz para los miles de soldados que se encontraban en el frente.

Otros eran los planes de la nueva coalición burguesa-socialista. El día 11 de Mayo, el flamante Ministro de Guerra Kerensky partía al frente occidental a iniciar su campaña por la ofensiva contra Alemania. La burguesía necesitaba, por un lado, mostrar a los imperialistas voluntad de guerra, por el otro, utilizar la propaganda guerrerista para terminar con la “anarquía” del frente e imponer orden en la retaguardia. La burguesía se proponía restaurar la autoridad estatal frente a los obreros y soldados revolucionarios de las ciudades del país, sobre todo de Petrogrado. Sin embargo, la hostilidad de los soldados hacia toda idea de continuar la guerra, incluida su hostilidad de clase hacia los generales y sargentos, quienes hasta hace poco eran sus antiguos amos, no había disminuido. Busilov, jefe del Ejercito, en su vista al frente comentaba de la siguiente manera sus altercados con el estado de animo de los soldados. En una ocasión el General mencionó que los alemanes “habían destruido una de las mejores propiedades del pueblo francés, las hermosas viñas que producen el champán”. Pero su comentario no hizo más que provocar la ira de los soldados allí reunidos quienes gritaron “¡Que vergüenza, quiere derramar nuestra sangre sólo para beber champán!”. Asustado, el General hizo señas a uno de los líderes campesinos de la aldea donde estaba asentado el campamento militar para preguntar su opinión sobre lo ocurrido. Este mirándolo con desdén indicó: “Los soldados ya han luchado bastante, durante tres largos años derramaron su sangre por las clases capitalistas e imperialistas, si el General quiere seguir luchando para tener champán, entonces que vaya a derramar su propia sangre”. Toda la tropa aplaudió al joven representante campesino y luego un soldado leyó la proclama del Comité de Soldados por la Paz. Tal era el estado de ánimo en el frente. La rebelión de los soldados contra los altos mandos y su intento de continuar la guerra era una tendencia que ni las palabras de los líderes reformistas del Soviet, ni la propaganda nacionalista del gobierno, podían torcer. La descomposición de las jerarquías militares y la animosidad entre las clases antagónicas en el cuerpo corroído del ejército aparecería a cada paso a flor de piel, particularmente cuando se trataba de seguir jugando la vida por los intereses imperialistas.

La representación soviética

La acción de la derecha, proclamando sus objetivos abiertamente guerreristas, y la manifestación de la vanguardia de Petrogrado por izquierda en abril, así como su resolución momentánea, la salida de los ministros Cadetes y la incorporación de los socialistas, no hacia más que dejar al descubierto la extrema debilidad en que se encontraba el gobierno de la burguesía. Trotsky comenta como conclusión de su primera semana de estadía en Rusia que “las manifestaciones de abril instaron a los conciliadores a no acercarse a la masas de obreros y soldados, al contrario demostraron cuántas sorpresas encerraban las masas, empujando a sus jefes democráticos aún más a la derecha, acercándolos a la burguesía”2.

En los siguientes meses, la separación de los jefes, temerosos de la impaciencia y de la voluntad de cambio de la acción callejera manifestada en abril, no haría más que profundizarse. Sin embargo, y a pesar de este extrañamiento, ellos seguían siendo los representantes del Comité Ejecutivo del Soviet de obreros y soldados, seguían hablando en su nombre. La distancia entre las masas y sus representantes, comenta Trotsky, era común a toda forma de representación. Cuanto más indirecta es esta representación, como en el parlamento, más a la rastra irá de los acontecimientos producidos y guiados por la acción de masas. Aunque el Soviet estaba estrechamente ligado a las fábricas y regimientos no escapaba a esa lógica: “La contradicción inherente a toda representación incluso la soviética, consiste en que de una parte es necesaria para la acción de masas y, de otro lado, se alza fácilmente ante ella como obstáculo conservador”3.

El partido bolchevique fue el único partido que se enfrentó al ingreso de los representantes del soviet al gobierno provisional. Era el único contrario a la colaboración. Por oposición, la mayoría del CE del Soviet, en forma conservadora para mantener el orden alterado por la acción callejera, se comprometería directamente con la continuidad de la guerra. A partir de ese momento, el partido bolchevique iniciará una amplia campaña por la renovación de la representación en el Soviet. Lenin, consciente de las presiones que la impaciencia de la vanguardia revolucionaria de la capital ejercía para resolver o modificar mediante nuevas medidas de fuerza las consecuencias de que el poder se hallara en manos de la burguesía, conciente de que aún las masas debían atravesar por la experiencia del gobierno coaligado de socialistas y burgueses, indicará que el momento aún era de preparación y esclarecimiento de las fuerzas de la revolución: “Prepárense y recuerden que si junto a los capitalistas han podido vencer en unos pocos días por una simple explosión de indignación popular, para lograr la victoria sobre los capitalistas es necesario algo más que eso. Para esta victoria, para la conquista del poder para los obreros y los campesinos más pobres, para retener ese poder, para su hábil aprovechamiento, se necesita organización, organización y más organización (…) No crean en las palabras. No se dejen entusiasmar por promesas. No exageren sus fuerzas. Organizarse en cada fabrica, en cada regimiento y compañía, en cada barrio. Trabajar en ello cada día y cada hora, trabajar ustedes mismos; este trabajo no se puede confiar a nadie. Mediante esta labor procurar que las masas, vayan gradual, firme e indefectiblemente depositando su confianza en los obreros de vanguardia”4.

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