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¿Qué expresó El Jagüel?

23 de agosto 2002

La pueblada de El Jagüel puso en el blanco del odio popular a la policía bonaerense, señalada como responsable del asesinato del joven Diego Peralta. A ojos del pueblo, la institución policial es una odiada “mafia” de ladrones, asesinos y represores. La ideología del “orden” de los Hadad, Ruckauf, Patti o Rico pierde sustento. ¿Cómo respaldar la necesidad de una policía que “meta bala” cuando esta misma institución está apuntada como una gran banda criminal? Pero también se debilita el discurso que divide a esa fuerza entre “policías buenos” y “manzanas podridas”, con el que el progresismo intentaba justificar al conjunto de la institución. La disputa entre las distintas bandas de agentes del “orden” es la guerra por el botín, de toda una institución, que usufructúa en su provecho su ejercicio exclusivo de la violencia.
Sin embargo, el asesinato del joven Peralta ha sido aprovechado por el gobierno para montar una campaña reaccionaria sobre la seguridad y ha sido la excusa para implementar una política más represiva, con la militarización creciente del Gran Buenos Aires, plagada de gendarmes y federales.
El discurso oficial y de los medios de comunicación sobre la “seguridad”, compartido tanto por la derecha (mano dura) como por el progresismo (garantistas), se basa en que es necesario un cuerpo especializado estatal que se haga cargo de esta tarea. Esta naturalización en la sociedad del rol que cumple el aparato represivo, tiene el fin de legitimar el uso de la fuerza para asegurar las condiciones políticas de las relaciones sociales de explotación. Esta ideología aún debe superarse, descifrando ante las masas, el carácter de banda armada del estado burgués que tiene la policía. Guardianes del capital y el viejo régimen, están llamados a mantener el “orden” contra todo aquel que se atreva a cuestionarlo.

¿Fragmentación o lucha de clases?

El sociólogo Ricardo Sidicaro intenta una nueva explicación ante los hechos de El Jagüel. Para él, esta reacción popular es un espejo de la “desintegración” de la república y de la incapacidad del estado para cumplir su función reguladora del orden y de la “fragmentación” de los grupos sociales para responder a esta situación. Según Sidicaro asistimos a “(...) un proceso de descomposición, pero sin proyectos políticos enfrentados” (Página/12, 14/8). Subraya que –a diferencia de otras épocas- “no hay bandos constituídos y con proyectos” que puedan desembocar en una guerra civil. A partir de esta lectura se pasa por alto la lucha de clases existente en el país y la acción popular sólo queda reducida a sus niveles más elementales, como en El Jagüel.
Significar el escenario social actual sólo por la fragmentación de las clases sociales, es borrar del horizonte que acontecimientos como las jornadas del 19 y 20 de diciembre fueron, después de muchos años y retomando, a una escala todavía inferior a la de la década del setenta, un proceso revolucionario. Es justamente este inicio de un proceso de lucha de clases, que se desarrolla sobre la base de una enorme descomposición capitalista -lo que Sidicaro llama según su óptica sociológica “desintegración” - lo que cuestionó la autoridad del estado, al destituir un presidente electo y desafiar al estado de sitio. En estas jornadas jugaron un rol detonante las masas pobres protagonistas de los saqueos, que por cierto carecían de un proyecto político, pero con su irrupción abrieron esta etapa.
En el Jagüel, de forma local, elemental y aislada, se volvió a expresar este actor social. Estos límites se explican, en gran parte, porque el gobierno de Duhalde -puesto a restablecer el imperio de la ley que reclama Sidicaro-, puso en marcha el plan social más vasto de América Latina; temerosos de una nueva emergencia, recurrió a los planes de empleo para desactivar la posibilidad de otro estallido. No hablar siquiera de esto, es desconocer el incidir que en la lucha de clases tuvieron estos protagonistas. Es una visión interesada.

Límites

“En El Jagüel la gente rompió las reglas, pero se autoimpuso un límite (...) ¿Hasta cuándo jugarán con fuego los gobernantes (...)? ¿Quién puede asegurarles (...) que el pueblo no se animará a hacer algo más que quemar la modesta comisaría de El Jagüel” (P/12, 18/8). Mirando más allá de los acontecimientos recientes, el periodista Mario Wainfeld se acerca al nudo de la cuestión. El miedo a una irrupción espontánea de las masas, que busque su propio cauce, cree nuevas formas de organización, adquiriendo las formas de una auténtica insurrección que derribe al gobierno y al viejo orden, lleva a este periodista a alertar al régimen de la democracia sobre los peligros que corre. Inquieto, anuncia que “ninguna sociedad puede funcionar sin Estado, sin autoridades y con ciudadanos que, para hacerse valer, tengan que acudir a la acción directa” . Imagina que el único escenario posible ante un embate de las masas, es la derrota y posterior derechización de la política y la sociedad. Es cierto, que ya existen predicadores que militan activamente por dicha perspectiva. Sin ir más lejos, discursos como el del director fascistoide del diario La Nueva Provincia, Vicente Massot, que dice que la “la comunión entre el incendio de la comisaría, las acciones piqueteras y los cacerolazos” sólo puede desembocar en un “clamor de orden”, pueden tener eco y ser alentados por un sector del establishment.
Pero ante tal alternativa, el progresismo desnuda la pobreza de sus ideas. Para bloquear la derechización y la posibilidad de la revolución, su opción es fortalecer la democracia burguesa, con nuevas instancias de colaboración de clases que los lleva a apoyar las impotentes reformas de Juampi Cafiero para la maldita policía y los Consejos Consultivos, junto a la CTA, para repartir planes de empleo. A pesar de la podredumbre que ellos mismos describen en las instituciones, justifican que es necesario reformarlas. Incapaces de asumir su quiebre histórico, sólo atinan a buscar un “saneamiento” del sistema político y el establecimiento de una “autoridad respetada”.
Por otro lado, el intento de solucionar el hambre, la miseria y la degradación social, mediante instituciones depuradas viene fracasando una y otra vez. Es como reflotar el slogan de que con la democracia se come, se cura y se educa, desconociendo que el actual estado de desintegración, es la crisis de esta democracia –burguesa- que desde el 83 no ha hecho otra cosa que hundir al pueblo en sus condiciones de vida y cobrarse cientos de muertos cuando el hambre lo empuja a las calles como fue durante la hiperinflación del ’89 o las jornadas de diciembre.

Cuestión de estado

Frente al caso de la Bonaerense, el progresismo, también se propone rescatar a las instituciones. El periodista Pasquini Durán sostiene que “Con esta policía no se puede vivir, pero tampoco sería posible la convivencia sin fuerzas de ley y de seguridad” (P/12, 17/8). Esta afirmación sólo puede apuntar a legitimar una política de limpieza de la policía, que renueve el discurso de las “manzanas podridas”.
Al igual que el gobierno se busca salvar a la policía. Duhalde lo intenta, con un comité de crisis, integrado por Juan José Alvarez, Felipe Solá y Juan Pablo Cafiero, para hacer intervenir a la Federal, la Prefectura y a la Gendarmería en la crisis de la Bonaerense. Que los asesinos de los compañeros caídos en diciembre, los de Teresa Rodríguez, Víctor Choque, o Aníbal Verón, “controlen” los “excesos” de esa mafia policial es una burla al pueblo.
El salvataje de esa fuerza represiva es una cuestión de estado. El delito aumenta proporcionalmente al ritmo de la degradación de las condiciones de vida. La respuesta estatal a este fenómeno atesta las cárceles de pobres y desesperados, mientras los saqueadores y expropiadores del país, viven cómodamente en sus countries protegidos por guardias privados. Toda una descripción del carácter clasista del estado y su justicia.
La “desintegración”, de la que habla el progresismo es una manifestación de la crisis del estado y la sociedad capitalista. El carácter parasitario y expropiador de esta dominación es lo que se expresa descaradamente. Las instituciones, actúan para mantener esta situación intolerable, donde a las masas sólo les toca, desocupación, miseria y carestía. Es ante esta dualidad, concentración de la riqueza en manos de unos pocos y pauperización creciente de la mayoría popular, que las fuerzas represivas resultan imprescindibles.
Pero el deseo progresista de conciliar los conflictos bajo el imperio de la ley es tal, que no ahorra esfuerzos, a la hora de convencer, de lo imprescindible de una institución represiva. Pasquini Durán señala que “Ni las revoluciones más radicales han podido prescindir de esas condiciones de orden para su funcionamiento”. Esto es una chicana polémica.
Las revoluciones más radicales, son justamente aquellas que no se limitan a respetar las instituciones establecidas sino que barren con ellas. ¿Qué tienen que ver estas revoluciones con reformar a la policía del estado burgués?
Las revoluciones sociales son las que derriban el viejo orden de la burguesía y crean un nuevo orden de los explotados con su propia legalidad y sus milicias. El elemento de calidad que aportaría la intervención de la clase obrera de conjunto, permitiría el surgimiento de una nueva hegemonía, de un bando constituiído y con proyecto político, antagónico al poder capitalista. Allanaría, sobre todo, el camino a nuevas organizaciones de autodeterminación, de unidad obrera y popular, que guíen la acción, estableciendo una nueva autoridad. Así, se sentarían las bases constituyentes de una “legalidad”, que prefiguren el nuevo orden de los explotados y oprimidos. Se podrá instituir un estado de los trabajadores, y condiciones políticas y sociales, que reorganicen las relaciones entre los hombres y las mujeres, para poner fin a la descomposición social mediante la expropiación de los expropiadores.

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