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TINTAS ROJAS

Poesía de belicosa alegría

Esta semana los mares de la pasión futbolera se vieron agitados por el duelo rioplatense. Mientras, en el corazón fabril del Gran Buenos Aires, otro duelo se sigue disputando.

Hernán Aragón

15 de octubre 2009

Esta semana los mares de la pasión futbolera se vieron agitados por el duelo rioplatense. Mientras, en el corazón fabril del Gran Buenos Aires, otro duelo se sigue disputando.

Me surge la reflexión de cómo ese sentir se cuela en la fisonomía de la lucha de clases dándole un sello inconfundible: el del “cantito de cancha”.
Esa particularidad argentina, que la tele satelital propagó, ya es patrimonio de otros pueblos latinoamericanos que la han adoptado como propia. Pero lo interesante es comprobar como ese canto surgido de la invención popular pasa a ser más que un modo de aliento cuando, con letra cambiada, se lo suele escuchar en una huelga, en un corte de calle o en toda manifestación de indisciplina. De este modo el “cantito de cancha” se incorpora a la tradición del movimiento obrero argentino. Fue incluso, la forma de manifestación elemental adoptada por la masa cuando la protesta había sido silenciada, y la encontramos en los primeros años de la última dictadura cuando desde las tribunas bajaba el repudio hacia los militares.

Porque el “cantito de cancha” traspasa su frontera al convertirse en poesía de barricada. Curiosamente, la potencia de esta creación no reside en la invención individual, pues su objetivo primordial es la apropiación del conjunto para ser usada como grito de lucha.

Esta forma de expresión seguramente ya forma parte de la mitología ciudadana, como lo era para Jorge Luis Borges el tango primitivo o la milonga nacida en los suburbios.

¿No existirá, quizá, un hilo conductor invisible entre aquella música de malevaje y este canto contemporáneo?

La palabra milonga, hija del mestizaje entre lo español y lo indígena, es de origen africano y significa, entre otras acepciones, batalla. Porque la milonga es la música del valor y de la pelea, escrita con el descaro de las clases populares, con el mismo que le imprimieron en la últimas décadas del siglo XIX sus creadores, en muchos casos analfabetos obligados.

Como en el “canto de cancha”, sus letras podían ser reemplazadas sobre una misma base melódica que siempre era, al decir de Borges, una entonación de “belicosa alegría”.

Podría suponerse que la milonga tenía también una raigambre “de clase”, porque era concebida desde su origen como contradanza al baile europeo que impregnaba los aristocráticos salones de la oligarquía y las clases pudientes. No hay en esta afirmación una reivindicación estilística de lo plebeyo, sino simplemente un testimonio.

La milonga, esa melodía criolla rioplatense “fundida al poderoso aliento de los tambores candomberos”, cumple en la música de la ciudad el papel de la cifra en el contrapunto de los payadores. La milonga, como el cantito de cancha, es la payada de contrapunto.

Entonces se nos aparece una evocación donde es posible encontrar similitud entre esos lejanos tamboriles y el bombo que resuena incesante. Porque en la inventiva popular hay desparpajo y belicosa alegría. Por lo menos así la reflejaron algunos medios cuando dieron cuenta del canto que el combativo turno noche de los obreros de Kraft Terrabusi entonó en defensa de su delegado perseguido: escuchenló / escuchenló / escuchenló / el delegado ya se votó / se llama Poke la p... que lo parió.
Porque en este canto, también hay contrapunto y hay historia.

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