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Breves

La rabia

El certificado de defunción decía muerte cerebral, pero Silvia Paci todavía no puede comprender: “acá hay algo raro”, se lamentaba consternada.

31 de julio 2008

El certificado de defunción decía muerte cerebral, pero Silvia Paci todavía no puede comprender: “acá hay algo raro”, se lamentaba consternada. Silvia era la madre de Gabriel, el nene de 8 años que fue mordido por un perro el 23 de abril en las afueras de Jujuy. Claro que inmediatamente lo llevó a la modesta salita de primeros auxilios de su barrio en Punta de Diamante, una localidad marginal y extremadamente pobre donde convergen los ríos Grande y Xibi-Xibi. Al nene le suturaron las heridas y le aplicaron antibióticos y una inyección antitetánica. Pero cuando Silvia preguntó, le respondieron que no era necesario hacer otros estudios, así que la despacharon a su casa. El 29 de junio el nene tuvo un fuerte dolor y quedó internado en el Hospital de Niños Héctor Quintana, pero un mes después, el 23 de julio, murió de rabia porque no le habían aplicado las diez vacunas que indicaba el tratamiento. Un crimen a toda luz, producto de la más desenfadada desidia estatal, después de los cuentos fantásticos de la distribución de la riqueza. ¡Hace 24 años que no se registran muertes por rabia! Encima el ministro de Salud de la provincia tuvo la desfachatez de sugerirle a la madre que desistiera de iniciar acciones judiciales para intentar encubrir el abandono.

Este tipo de crímenes sociales adquieren toda su dimensión cuando deliberadamente el Estado oculta la naturaleza de las causas de muerte, renunciando a la sola idea de pensar políticas públicas. En Tucumán, una de las provincias que observaba los registros más altos de mortalidad infantil (basta recordar el Operativo Rescate de Chiche Duhalde), se produjo un sorprendente giro copernicano: los índices de mortalidad infantil descendieron abruptamente, estableciendo un récord sin parangón respecto de las demás provincias. Pero los periodistas críticos denunciaron que en realidad el Estado provincial redujo premeditadamente la mortalidad infantil, trasladando, entre otras, las defunciones de los nacidos vivos con un peso inferior a 500 gramos a los registros de las tasas de mortalidad fetal. La manipulación de las estadísticas de mortalidad infantil revela el más profundo desinterés por la salud de los niños. Y pensar que aún sobrevuelan los retazos de esa mística peronista que decía que “los únicos privilegiados son los niños”.

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