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La guerra y la revolución (1° parte)

15 de febrero 2007

1914: una guerra imperialista
En julio de 1914 estalla la primera guerra mundial. Era la culminación de una serie de acontecimientos que se fueron sucediendo desde principios de siglo. La guerra ruso-japonesa, la revolución rusa de 1905, la crisis de Marruecos entre Francia y Alemania, la carrera armamentística entre Alemania e Inglaterra, y la guerra de los Balcanes de 1910-1912. Todos ellos anunciaban la entrada del capitalismo en su fase de decadencia, su etapa imperialista.
“El imperialismo –decía Lenin– es el capitalismo en aquella etapa de desarrollo que establece la dominación de los monopolios y el capital financiero; en que ha adquirido señalada importancia la exportación de capitales; en que empieza el reparto del mundo en los trust internacionales; en que ha culminado el reparto de todos los territorios del planeta entre las más grandes potencias capitalistas.”1
La envergadura de la primera gran guerra interimperialista –sólo superada en su atrocidad por la segunda– lejos de ser una eventualidad excepcional estaba en la esencia misma del capitalismo en su etapa de descomposición. El imperialismo había dado como resultado la división del mundo entre unas pocas potencias imperialistas que explotaban a la mayoría de los países coloniales y semicoloniales. En un mundo ya repartido, la competencia interimperialista creaba la tendencia a la guerra entre potencias.

El imperio ruso, una potencia en decadencia
En el concierto de las grandes potencias, el imperio ruso se destacaba por su franca decadencia. En la arena internacional la derrota frente a Japón lo había puesto en evidencia. Mientras que en el plano interno el régimen zarista había quedado duramente golpeado por la primera revolución rusa de 1905.
El atraso ruso era pasmoso. En el campo subsistían relaciones de servidumbre y el país estaba gobernado por un régimen autocrático que aplastaba la vida social desde siglos atrás. Producto de la revolución del ’05 se habían introducido una serie de tibias reformas pero sin modificar lo sustancial de esta situación.
Sin embargo, esta era sólo un parte de la historia. Por otro lado, el zarismo presionado por el desarrollo de las potencias occidentales se había valido del endeudamiento con Francia e Inglaterra para importar a sus principales ciudades lo más avanzado de la industria y con ella al proletariado. Había introducido, decía Trotsky, las contradicciones de la sociedad moderna pero sin haber tenido como correlato una revolución burguesa.
Por el contrario Rusia era gobernada por la camarilla del zar Nicolás II: un mediocre que era fiel representante de un régimen descompuesto que sirvió de trampolín para que el famoso místico Rasputín, a través de su influencia sobre la zarina, comandara las políticas del Estado.
A su vez, el imperio gran ruso oprimía a 100 millones de habitantes de los denominados “pueblos alógenos”, polacos, caucasianos, musulmanes o ucranianos, quienes ocupaban las fronteras del imperio y que no contaban con ningún tipo de derecho reconocido por el Estado central.
La guerra hizo estallar el conjunto de estas contradicciones.

El zarismo entra a la guerra
En este marco, el zarismo entra a la guerra con múltiples objetivos. Por un lado, como gran potencia que todavía era no podía seguir revistiendo ese estatus sin intervenir de lleno en el conflicto mundial que se desataba. Abrigaba el mismo tipo de ambiciones anexionistas, aunque más modestas que las de Francia, Inglaterra y Alemania. Consistían en la conquista Constantinopla, Galicia y Armenia.
Pero este no era su único objetivo. Jaqueado por el ascenso revolucionario que se estaba desarrollando en las ciudades a partir de 1912 y que amenazaba con extenderse al campo, el zarismo vio en la guerra imperialista la posibilidad de salvarse de su decadencia fortaleciendo su dominio al interior de Rusia y la opresión sobre los demás pueblos del imperio.
De hecho en un principio parecía haberlo logrado. “La clase terrateniente y las capas superiores de la burguesía comercial e industrial –decía Lenin– apoyan enérgicamente la política belicista del gobierno del zar. Esperan con toda razón, inmensos beneficios materiales y privilegios del reparto de la herencia turca y austriaca (…) Amplias capas de la burguesía urbana ‘media’, de la intelectualidad burguesa, de las profesiones liberales, estaban también contaminadas –por lo menos al principio de la guerra– por el chovinismo2 (…) La camarilla gobernante ha logrado también, con la ayuda de la prensa burguesa, del clero, etc. provocar un estado de ánimo chovinista entre los campesinos. Pero a medida que los soldados vayan volviendo del campo de batalla, el estado de ánimo en el campo cambiará, indudablemente, y no a favor de la monarquía zarista.”3

El desastre militar
El imperio ruso entra a la guerra con la táctica limitada de actuar ofensivamente en el frente sudoeste contra Austria, que era una potencia en decadencia, y defensivamente en el noroeste, en los países Bálticos, frente a Alemania. Luego de algunos triunfos pírricos frente a Austria, sus aliados en la “Entente” –Francia e Inglaterra– le imponen una táctica ofensiva en todos los frentes. De esta manera el zarismo acepta recorrer el camino del desastre militar.
Con la sucesión de derrotas comienza a debilitarse el bloque entre las clases dominantes intentando encontrar un chivo expiatorio para la debacle. El ministro de guerra es acusado de traición, la aristocracia de pro-alemana. Todas estas acusaciones que albergaban gran parte de verdad no impedían la solidaridad de intereses. Puestas a elegir, las clases dominantes preferían la derrota militar a la revolución que comenzaba a resurgir de lo profundo de Rusia. El “sálvese quien pueda” era la divisa de terratenientes y burgueses, las ganancias se multiplicaban sobre la montaña de cadáveres del frente.
De conjunto se hacía evidente la imposibilidad de las clases dominantes para seguir dominando como hasta entonces.

La guerra agrava los sufrimientos de las masas
Mientras tanto los sufrimientos de las masas se hacían insoportables. En el frente el sistema de aprovisionamiento había colapsado a poco de comenzada la guerra. La escasez de armas y municiones hacían del armamento de los caídos en el combate el único disponible para los que venían detrás. A eso comenzó a sumarse la escasez de equipamiento básico. Los soldados debían combatir sin botas. La asistencia médica no existía y pronto el hambre comenzó a azotar el frente.
En sólo dos años, habían muerto 1,8 millones y 2 millones habían sido capturados como prisioneros de guerra. Los campesinos movilizados eran carne de cañón en el sentido literal del término. Esto se combinaba con crecientes penalidades impuestas por los oficiales a los soldados que querían hacerlos responsables de la ineptitud del mando.
Los soldados desmovilizados y los desertores volvían en masa a los campos para trasmitir las calamidades del frente. Pero la situación en los campos no era mejor. La movilización había impedido a los campesinos trabajar la tierra. El hambre arrasaba las aldeas.
En las ciudades la situación de los trabajadores contrastaba con las grandes ganancias burguesas que trascendían en la prensa. El salario se iba a pique y la desocupación se multiplicaba. La acción de los especuladores en el medio de la crisis era una calamidad adicional. Las filas en la puerta de las panaderías se hacían interminables. La escasez y el aumento de los precios llevaban también el hambre a la ciudad.
La situación de las masas era ya insoportable.

Se gesta la revolución
Como señalaba Lenin, cuando los campesinos empezaron a volver del frente, el ánimo comenzó a cambiar. En las aldeas la guerra comenzó a ser vista como lo que realmente era: una carnicería que estaba llevando al país a la catástrofe.
En este marco, el movimiento revolucionario en las ciudades que había sido interrumpido por la movilización militar comienza a resurgir en forma constante desde finales de 1915. Las huelgas crecían. 1034 huelgas durante 1915, 1410 en 1916. La cantidad de 150 mil huelguistas en 1915 se duplica en el ’16. En enero de ese año 67.000 obreros van a la huelga para conmemorar el domingo sangriento de 1905.
En 1917 la misma conmemoración reúne a 150.000 personas, poco menos de los que se habían movilizado originalmente hacía ya 12 años. En enero y febrero del ’17 el movimiento huelguístico llega a su punto máximo, 575 mil obreros participan de las huelgas.
La fiebre chauvinista había terminado. Comenzaba a gestarse la revolución.


1 Lenin, V.I., “El Imperialismo, etapa superior del capitalismo”, en Obras Completas TXXII, Bs. As., Ed. Cartago, 1970, p. 110.
2 Chauvinismo: Dícese de la actitud de exasperado y ciego patriotismo que lleva a una política negadora de los derechos de otros pueblos. El nombre proviene del soldado Chauvin, combatiente francés de las guerras napoleónicas, famoso por su fidelidad al emperador y que luego deviene en personaje de canciones, caricaturas y de la comedia La cocarde tricolore (La escarapela tricolor), de los hermanos Cogniard, personificando un exagerado patriotismo.
3 Lenin, V.I, “El socialismo y la guerra”, en Obras Completas TXXI, Bs. As., Ed. Cartago, 1960, p. 321.







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