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Derechos Humanos

Iglesia y dictadura (Parte II)

Ante la proximidad del juicio al ex capellán Christian Von Wernick, éste comparó su situación con las penurias de los cristianos arrojados a los leones en el Coliseo romano, mientras el cardenal Bergoglio no tuvo reparo en sostener públicamente que “la Iglesia fue, es y será perseguida”. Semejante escalada de hipocresía no puede ocultar la colaboración que prestó la Iglesia a la dictadura.

Miguel Raider

28 de junio 2007

Ante la proximidad del juicio al ex capellán Christian Von Wernick, éste comparó su situación con las penurias de los cristianos arrojados a los leones en el Coliseo romano, mientras el cardenal Bergoglio no tuvo reparo en sostener públicamente que “la Iglesia fue, es y será perseguida”. Semejante escalada de hipocresía no puede ocultar la colaboración que prestó la Iglesia a la dictadura. Las atrocidades cometidas por las autoridades del Episcopado argentino estuvieron en concordancia con la política del Vaticano, quien legitimó los crímenes de la dictadura en el plano internacional difundiendo el célebre slogan “los argentinos somos derechos y humanos”.

El enviado del Vaticano

El Vaticano tuvo un rol determinante en las prácticas más bárbaras del régimen militar. No casualmente el nuncio Pio Laghi, representante oficial de la sede apostólica, apareció vinculado en una nómina de 1351 casos de personas detenidas desaparecidas por la dictadura, publicada por la revista El Periodista en noviembre de 1984. Ese listado, frondoso en denuncias contra cientos de sacerdotes, debía incorporarse al informe de la CONADEP. Sin embargo, la virulencia del informe alcanzaba tal magnitud que ponía en tela de juicio las relaciones entre el Vaticano y el Estado argentino. Por ese motivo, el entonces presidente Alfonsín y su ministro Troccoli acordaron con miembros de la CONADEP como Ernesto Sábato y Gregorio Klimovsky negar la existencia de ese listado y cubrir con un manto de impunidad a Laghi2.

Análogamente al asesinato del obispo Angelelli y las monjas francesas, la jerarquía eclesiástica sabía con certeza que el 4 de julio de 1976, el grupo de tareas comandado por el general Suárez Mason había asesinado a los sacerdotes palotinos en la parroquia de San Patricio. Días más tarde, Laghi no tuvo ningún reparo en utilizar la misma parroquia para confesar a Suárez Mason. Vale recordar que Laghi jugaba al tenis cada 15 días con el almirante Massera, quien junto a Suárez Mason compartía los negocios turbios de la Iglesia en el Banco Ambrosiano, lavando dinero de la mafia siciliana y provocando un desfalco de 1400 millones de dólares3. El 27 de junio de 1976, Laghi visitó Tucumán a instancias del general Bussi, comandante de la V brigada de infantería y gobernador de la provincia. Mientras Tucumán ardía en una hoguera de sangre, Laghi defendió a Bussi manifestando que la necesidad de ejercer la “autodefensa habrá de respetar el derecho hasta donde se pueda”4. El secuestro, el asesinato y la tortura eran sistemáticamente amparados por la Iglesia, que en pos “del bien común”, bregaba como un objeto errado que “los organismos de seguridad actuaran con pureza química de tiempos de paz … o que se buscara con pretendidas razones evangélicas implantar soluciones marxistas”, tal como cita la letra del primer documento episcopal de mayo de 19765.

El papado y la dictadura

El cardenal argentino Eduardo Pironio admitió que diariamente llegaban al Vaticano cientos de cartas de denuncias de desapariciones. Aún así, el papado reconoció al régimen de la dictadura aceptando a su embajador Rubén Blanco, ex diputado radical y miembro del círculo áulico de Ricardo Balbín6. El Papa Paulo VI se atrevió a calificar de “extravagancias”7 las denuncias de Angelelli, asesinado poco tiempo más tarde. En julio de 1980, dos madres de Plaza de Mayo, Nora Cortiñas y Angélica Sosa de Mignone, consiguieron una audiencia con Juan Pablo II, quien les encomendó entregarse a la “fe y la paciencia”. Wojtila nunca más recibió a ninguno de los organismos de derechos humanos. Ni siquiera en 1982, cuando viajó a nuestro país con el objeto de sellar la derrota de la guerra de Malvinas a manos del imperialismo británico para “pacificar” la nación. Cuando fue interrogado por los periodistas, el Papa respondió que en relación a los desaparecidos “se habían producido mejoras” pero que “no podía hablar de eso públicamente”8.

Del mismo modo que el Episcopado argentino, recién en mayo de 1983, cuando el régimen dictatorial estaba en franca declinación, el Papa hizo alusión de forma clara al problema de los desaparecidos. La complicidad del Vaticano con el genocidio reconoce como antecedente la labor del otrora Papa Pío XII, quien recién a mediados de 1943, cuando la derrota de Hitler era inexorable, denunció los crímenes cometidos por los nazis, amén de la ayuda proporcionada para su huida a países de América latina. El gobierno de Kirchner bien puede llevar al banquillo de los acusados a un cura suelto como Von Wernich, pero se niega a condenar la responsabilidad conjunta de la Iglesia y el Vaticano como instituciones que hasta el día de hoy gravitan decisivamente en las políticas del Estado nacional. El castigo a todos los curas genocidas resulta una tarea ineludible para avanzar en la lucha por la separación de la Iglesia del Estado, en la perspectiva de terminar con el financiamiento material de esa institución amiga de los golpes militares.

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