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Mujer

Femicidio, algo más que una cultura machista

El femicidio es la expresión más extrema de la violencia contra la mujer por el solo hecho de ser mujer. La mayoría de estos crímenes son cometidos por novios, maridos, parejas o ex parejas. Hay otras forma específica de femicidio, esta vez por responsabilidad de los Estado que sostienen la prohibición del aborto.

Rosa D'Alesio

21 de abril 2011

El femicidio es la expresión más extrema de la violencia contra la mujer por el solo hecho de ser mujer. La mayoría de estos crímenes son cometidos por novios, maridos, parejas o ex parejas. Hay otras forma específica de femicidio, esta vez por responsabilidad de los Estado que sostienen la prohibición del aborto. En países como México, además, se dan los femicidios causados por el crimen organizado, tanto en la trata de personas como la pornografía o el narcotráfico. En este artículo nos vamos a referir solo a los femicidios cometidos por los vínculos próximos.

La Suprema Corte de Justicia reportó que solo en la Provincia de Buenos Aires en el 2009 se denunciaron unos 52.636 casos de violencia ejercida dentro del hogar y hasta el 30 de noviembre del 2010 se informaron de 52.374. Por su parte, la Casa del Encuentro calcula que en 2009 hubo 231 mujeres muertas a causa de violencia de género, y en 2010, 260 (Clarín, 8/3/2011), varias de ellas quemadas vivas. Por su parte la Organización Mundial de la Salud declaro que la violencia contra las mujeres entre los 16 a 44 años es la primera causa de muerte en el mundo.

Esta violencia tiene cada vez más repercusión pública gracias a la lucha de las organizaciones feministas. Es muy probable que esto haya colaborado en el incremento en las denuncias. Además, se ha logrado un avance en el tratamiento que la opinión pública está dando a este tema: mientras antes los medios de comunicación burgueses definían estos hechos como “crímenes por emoción violenta” o “violencia domestica”, hoy hablan de femicidio. Esto representa un avance, porque si bien muchos de estos casos se dan en el ámbito privado, las causas son sociales, ante lo cual las definiciones anteriores no hacían más que reforzar el carácter privado, y así impedían a las mujeres sentirse parte de un drama que deberá resolverse colectivamente para cambiar las condiciones sociales que lo generan.

Cuando se conocen estos crímenes, la pregunta que se impone es: ¿por qué tantos casos, por qué queman mujeres, por qué un marido mata a “su mujer”? No nos proponemos aquí abarcar cada caso singular, sí trazar las causas sociales que, en última instancia, crean las condiciones para que se produzca esta violencia reiterada.

Los efectos del Patriarcado

“La mate porque era mía”, “le pegue porque no me hace caso”, “le grito porque no entiende”, son algunas de las frases con las cuales estos hombres “construyen” un modo de vincularse a “su mujer”, pero la pretendida sumisión que necesita de sus parejas no alcanza para evitar las agresiones, lo que sí logran con esto, en la mayoría de los casos, es el sometimiento de las mujeres en estas relaciones y la dificultad de salir de estos vínculos agresivos

Son muchas las voces que se alzan contra la opresión y la violencia que se ejerce contra la mujer y que consideran que se debe a la cultura de exaltación del hombre por encima de ella. Pero hablar de causas solo “culturales” se vuelve una explicación parcial e insuficiente, porque esa “cultura” se constituye en un entramado social y político. Partimos de interrogarnos sobre los efectos que produce una institución fundante de esta “cultura”: el matrimonio, patriarcal y monogámico, que tiene por fin construir una familia. La familia es una de las instituciones esenciales de este sistema capitalista, en particular por las funciones sociales que sostiene al interior de la misma, aunque cumple distintas funciones sociales según se trate de los patrones o de los obreros. Para los primeros la familia patriarcal y monogámica tiene la función de asegurar la línea de consanguinidad, certificando así quiénes son los herederos de la fortuna de los capitalistas. En cuanto a la clase trabajadora, el matrimonio tiene como fin garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo a bajo costo y a cargo de esta familia.

Dentro del matrimonio el hombre tiene asignado el rol de proveedor de los bienes y la mujer el de responsable de las tareas domesticas. Aun cuando trabaje fuera del hogar, esta división sexual del trabajo coloca a la mujer en un lugar de subordinación. Además, dentro del matrimonio se logra el disciplinamiento de los cuerpos, se ordenan los afectos, se encauza la sexualidad, que siempre deberá ser monogámica. Desde aquí podemos empezar a pensar cómo se va configurando la cultura patriarcal con sus valores y creencias. Muchos dirán que, en los últimos 30 años, la organización familiar se modificó cualitativamente al igual que el matrimonio, que desde la ley del divorcio los vínculos son más laxos.

Pero, al ser la familia una célula básica de organización social dentro de este sistema, siguen rigiendo leyes que luchan por conservarla. Tanto las leyes jurídicas como las simbólicas sostienen como norma, como natural, como ideal, como deseable, la vida familiar y en pareja. La vida afectiva y la económica están sostenidas sobre este pilar. En una sociedad en que se proporcionan más desilusiones que satisfacciones, la vida familiar y afectiva en pareja parece ser el destino casi único de realización personal, de contención. Las leyes jurídicas vigentes para sostener el matrimonio y la familia como las que tipifican el aborto, el adulterio o la herencia, entre otras, tampoco podrían por sí mismas operar con eficacia si no estuvieran sostenidas por este andamiaje cultural.

La rigidez en los roles

Los hombres violentos poseen una visión muy rígida de cómo se es hombre y mujer, en la cual lo masculino es la capacidad de imponerse, ser valiente, fuerte, hasta llegar a la dominación, la posesión y el control, y hasta es aceptable cierto grado de agresividad como sinónimo de virilidad. Para las mujeres, se daría su antítesis, que “complementa” al varón con su dulzura y sumisión. Si bien la mujer conquistó un lugar en la vida pública ocupando lugares que antes eran exclusivos de los hombres, lo cierto es que siguen realizando los trabajos peor remunerados y de baja calificación, los cargos jerárquicos en su mayoría son ocupados por hombres. Esto es por una decisión política, económica y sobre todo ideológica para reforzar el lugar de subordinación de la mujer que siempre dependerá de un hombre. Esta desigualdad social produce una marca profunda en la autoestima de las mujeres, y solo desde acá se puede entender por qué muchas mujeres silencian la violencia o no la identifican. Para que una mujer soporte ser sometida en lo privado es necesario que simultáneamente padezca una subordinación social. Los roles según el género de los que se habla tienen estas consecuencias, porque el imaginario social actúa sobre lo personal.

La oposición masculino-femenino implica una desigualdad en la que no existe diferencia sino pura dominación, porque la dominación intenta negar la diferencia. Por lo tanto, los hombres que se sostienen en esta rigidez niegan a la mujer como persona en tanto que solo la ven como objeto de su dominio, mientras se sienten hombres a partir del ejercicio del poder y así responden al ideal de hombre y actúan como ellos creen que debe actuar el jefe de familia: siendo la autoridad y el principal proveedor económico. Es desde acá que entendemos cómo se producen estos vínculos violentos atravesados por la posesión y el control, que afecta al sujeto al punto de “enloquecer” por la pérdida de alguien que “le pertenecía”, que era el “amor de su vida”, que era “para toda la vida”.

Todos sabemos de la crueldad con que se defiende la propiedad privada, aun cuando esa propiedad sea una persona. El amor que se juega en el campo de la propiedad privada, que está atravesado por los roles asimétricos de lo femenino y lo masculino, afectos ordenados por la división de género, género que es una categoría política y no biológica.

Cuando todo esto ocurre se puede afirmar que “el amor mata”.
La violencia, entonces, debe ser considerada un fenómeno social dado por las relaciones desiguales de poder que se establecen entre varones y mujeres en cualquier ámbito de la vida por la que se transita. La violencia, incluso la más extrema, no es más que un intento a la fuerza de conservar el poder patriarcal.

Rosa D Alesio, Docente de la Facultad de Psicología de la UBA


La opresión social de la mujer, su lugar en la familia

Mientras las mujeres continúen oprimidas socialmente, el proletariado seguirá sojuzgado

La familia, es para grandes sectores populares y del proletariado, un lugar contención, justamente por ser el único lugar que se ocupan de las tareas domesticas socialmente necesaria, como el cuidado de los niños, los enfermos, la provisión de los alimentos y la realización de la limpieza, pero estas tareas siempre recaen en las mujeres del hogar, con lo cual termina siendo un lugar de opresión de la mujer.

Además, con la opresión de la mujer trabajadora, el capitalismo, oprime y saca del conflicto social a este importante sector del proletariado. En cada lucha en la que participan las mujeres donde juegan un rol decisivo, muestran, no solo su potencial, sino que es imposible unir las filas obreras si no se incluyen en ellas a las mujeres. Por su parte, los hombres trabajadores son “utilizados”, por este sistema, como vehículos de transmisión de esta opresión, que con sus actitudes machistas, defienden un poder que es alienante y parasitario.

Es por esto que la lucha por la liberación de los trabajadores es imposible sin la lucha por la liberación de la mujer trabajadora, para unir las filas obreras se tiene que levantar bien alto las reivindicaciones de: a igual trabajo igual salario, que el Estado y los capitalistas provean de servicios sociales como, guarderías, lavanderías públicas y comedores comunitarios, ampliar los centros educativos subvencionados por el Estado para que las mujeres puedan calificarse y así acabar con el trabajo precarizado. De este modo las mujeres podrán salir de la responsabilidad social de ser las únicas responsables de los quehaceres domésticos.

Por su parte los hombres trabajadores no van a poder liberarse completamente mientras sean un instrumento de opresión, sino por el contrario, luchando codo a codo con su compañera de vida contra todo tipo de opresión y violencia contra la mujer.

En última instancia, el único poder que vale la pena construir es el que se construye en la unidad de los oprimidos y explotados para luchar por cambiar esta sociedad de explotación y opresión.

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