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Comunicados de prensa

LA VUELTA DEL CONFLICTO SOCIAL Y LAS PERIPECIAS INTERNAS

El Palacio y la calle

Prensa PTS

5 de diciembre 2004

¿Qué rescatará, si algo rescata, de la crónica de la semana que pasó la memoria histórica, o tan siquiera el manual Kapelusz del año 2020? ¿El conflicto de los trabajadores de Foetra o las rencillas internas del Gobierno que hoy se niegan pero que las hubo, las hubo? Al cronista, máxime si es populista, le tienta postular que lo que ocurre en la calle es más perdurable que lo que se cocina en Palacio. Es verdad que las cuitas palaciegas son de temer si escalan en exceso, más aún si la espiral asciende en medio de una crisis, en una instancia de definiciones. Suponiendo (esperando) que los intríngulis entre protagonistas hayan cedido ante el sentido común, vale la pena centrar la mirada en dos hechos que son contemporáneos y que condicionarán a la Argentina del siglo XXI: el conflicto social y el canje de la deuda. Vamos por partes.
El paro de los telefónicos, coronado por un éxito redondo en la negociación, puede llegar a ser un punto de inflexión. Las privatizadas de servicios, las de comunicaciones en especial, tienen un contenido simbólico infrecuente que la opinión pública porteña registró con velocidad. Instrumento impar de constitución de ciudadanía, de expresión e intervención de los “vecinos”, las radios registraron esa tendencia inequívoca. Una mayoría aplastante se puso, sin cortapisas, del lado de los trabajadores, desoyendo las agorerías de las empresas y de unos cuantos comunicadores.
El descrédito de las telefónicas que “se llevaron todo”, explotan a su personal y no representan en nada al bien común es un subproducto virtuoso de las jornadas de diciembre de 2001, de las que algunos creen que no quedó nada porque no sobrevivió todo. El punto es remarcable porque la privatización de los teléfonos fue en los ’90, también apelando a Doña Rosa, el caballo de Troya del desguace del Estado y el cambio de paradigma ideológico de la Argentina. Cambio que, valga recordarlo, contó con fenomenales consensos e incluso con la revalidación electoral de Carlos Menem, el único argentino reelecto presidente tras romper su contrato electoral a voz en cuello. Los pueblos aprenden o escarmientan con sus devaneos, lo que no significa que la experiencia los inocule contra el error. Pero sí es ostensible que hoy las privatizadas no son percibidas como las portadoras del progreso, sino como un adversario a doblegar por porciones muy mayoritarias de la población.
En ese contexto novedoso, nimbado por un nuevo sentido común, se instaló la huelga de servicios públicos. En los ’90 su desenlace hubiera sido muy otro, así aconteció en la Argentina y en la Inglaterra de Margaret Thatcher.
Desagreguemos, a vuela pluma, algunas de las características salientes del conflicto reseñadas por sus protagonistas. Las hay proclives a ser repetidas, las hay muy propias, ajenas a la media estadística. A ver:
- Se trata de un conflicto de trabajadores formales en pos de reivindicaciones salariales, clásico en ese aspecto sí que muy olvidado en los años más recientes. El conflicto de formales es un salto de calidad, pues su avance mejora la distribución del ingreso y engrosa las arcas fiscales. Algo que, tarde piaste, hasta reconocen industriales nacionales que no las han tenido todas consigo pero que son lo que hay.
- No fue un paro defensivo para evitar desbaratamiento de conquistas como fueron las luchas (en general derrotadas) de los ’90, sino exigiendo mejoras de sueldos. No ya recuperación sino mejoras, algo largamente sojuzgado.
- También se bregó por la recategorización laboral, un giro de campana respecto de la precarización de los ‘90. Regularizar la situación de los “contratados”, de los trabajadores “fuera de convenio”, cuyo número se potenció en el pasado, fue otro reclamo central. Se trata del espinazo de la política laboral que, con cierta simplicidad, se emparenta con el menemismo que ni la inventó ni fue el único que la aplicó. Des-sindicalizar, un artilugio que se justificó con un discurso individualista que prendió mucho, fue un rebusque para debilitar el peso de los trabajadores.
- El paro activo tuvo un inusual grado de masividad y participación, tal vez facilitado por tratarse de un sindicato de empresa, caracterizado por mayor cercanía entre los gremialistas y su base y una gran homogeneidad. Esa condición, útil mas no suficiente, propició una intensa gimnasia de plenarios y asambleas. Tanto los funcionarios del Ministerio de Trabajo como integrantes de las centrales obreras consultados por este diario subrayaron (y se sorprendieron por) la magnitud de la participación de trabajadores jóvenes. Se habían fogueado en un conflicto anterior, referido al status de los pasantes.
- Un dato diferencial, acaso único, es que Foetra tiene en su conducción a un sindicalista de la CGT y a otro de la CTA. Osvaldo Iadarola, el secretario general, es peronista, proviene del MTA, aliado de Hugo Moyano. Claudio Marín es un fundador de la Central de Trabajadores Argentinos, de izquierda no peronista, que integra el consejo directivo de la Central, en un lugar no dominante, tributario de la preeminencia que conservan en su interior los gremios del Estado.
Participantes de las tratativas aseguran que negociando “fueron uno” y que no respondieron a los estereotipos que suelen atribuirse a sus orígenes. Iadarola reivindicó en un discurso a los trabajadores asesinados y desaparecidos durante la dictadura. Un reconocimiento que aún tiene sus contradictores en la CGT. Sin ir más lejos, en estos días la CGT rehusó participar en un acto de homenaje a los laburantes víctimas del gobierno militar.
Marín se mostró como un negociador dúctil y apto para dialogar. Su emergencia pone en primer nivel de visibilidad pública a un dirigente de la CTA formado en el sector privado. No es el primero que se hace ver en los últimos tiempos. La formación del Consejo del salario permitió que se destacara un trabajador de Firestone, dirigente de la CTA.
De resultas de esta convivencia única, si el conflicto persistía mañana la CGT y CTA hubieran manifestado juntas, sin renegar de sus enormes diferencias pero aunadas en la acción.
- Con centrales telefónicas tomadas y la palabra “colapso” revoloteando, los conductores del conflicto se apañaron para que éste no fuera un paro contra los usuarios. Las medidas de fuerza en servicios públicos alientan una dialéctica compleja, que también se patentiza en las acciones de los movimientos de desocupados, siempre imputados de cerrarle el paso a “la gente”. En este caso, en parte por la suspicacia colectiva respecto de las empresas y en parte por muñeca de la dirigencia, no se activó el antagonismo entre trabajadores y usuarios. Algo peliagudo de conseguir, pues remite a un equilibrio muy inestable. Nadie garantiza que, por ejemplo, esta unidad entre usuarios y trabajadores se mantenga incólume si escala el conflicto en el subte porteño.

Tono de época

El Gobierno estuvo presente en el conflicto y muy pendiente de su final. En la esperada cumbre Kirchner-Lavagna, el Presidente seguía atendiendo su celular siguiendo minuto a minuto las negociaciones. Y Kirchner hizo una definición potente en medio de las tratativas cuando prometió que el Gobierno no iba a ser neutral. Carlos Tomada les hizo saber esa intención, de cuerpo presente, a los popes de las telefónicas que habían hurtado su cuerpo a las oficinas del Ministerio de Trabajo.
Aunque muy distante de la época en que otro gobierno peronista cerraba al ramal que paraba, el oficialismo no bailó en una pata con todo el desarrollo de los hechos. En la lectura oficial hay prevención por el eventual efecto contagio que se propague. No por el conflicto, que Kirchner y Tomada juzgan inherente y funcional al crecimiento, sino por el método de la toma. En reparticiones oficiales se pensó que “los muchachos” llegaron demasiado rápido a esa metodología, que tiene sus riesgos. Tan así es que el Gobierno aspira a que el moño del acuerdo firmado que sacralice un 20 por ciento de aumento se suscriba con los edificios desocupados, a modo de ejemplo.
Sin represión, con un Estado activo y presente, con un aumento de porcentaje inesperado que seguramente hasta excedió las expectativas de los propios sindicalistas, la huelga de Foetra es un caso piloto que incidirá sobre las conciencias, sobre otros actores, sobre otras empresas.
Pocas patronales querrán remedar la perdidosa táctica de las telefónicas, cuya pereza los indujo a no registrar los cambios de época. Lo suyo fue mera repetición: apoltronarse en los criterios de los ’90, no discutir, negar la política laboral y ceñirla al interior de la empresa. Así les fue. Les queda una carta riesgosa, que es reclamar aumento de tarifas basados en la suba de los costos. En el Gobierno piensan que no tendrán la osadía. Habrá que esperar.
Un conflicto tan agudo siempre está al borde de desmadrarse y éste pudo tenerun final menos aceitado, que desembocara en una mala moraleja. No fue así, lo que permite atisbar la punta de un nuevo escenario. Claro que los trabajadores están fragmentados, que muchos de ellos tienen menos poder relativo que los de Foetra, que muchos laboran en negro, que tantos están desocupados. La fragmentación fue estrategia de la reconversión del país y desbaratarla no será cosa de niños.
Nada está asegurado para el futuro, salvo que éste no ha de ser una réplica lineal del pasado. Todo dependerá de la aptitud de los protagonistas, de los dirigentes, las bases, los gobernantes, la sociedad civil.
Nada está escrito del manual Kapelusz de 2020, ningún porvenir formidable está garantido. Pero tampoco está impreso de modo indeleble que las cosas han de ser tan ominosas como en los estertores del siglo XX. Al fin y al cabo los manuales de historia se forjan en esa extraña, dialéctica intersección entre el palacio y la calle por usar una vez más la formidable síntesis que acuñó Miguel Bonasso.
 

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