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Dictadura

A unas cuadras de la estación de Merlo, se encuentra la Pirelli. Detrás del alambrado todo parece estar quieto. A no ser por unas débiles chimeneas que escupen incesantemente un humo virulento. No se las oye, pero el sonido estridente de su furia puede imaginarse deteniéndose a mirarlas.

7 de agosto 2008

A unas cuadras de la estación de Merlo, se encuentra la Pirelli. Detrás del alambrado todo parece estar quieto. A no ser por unas débiles chimeneas que escupen incesantemente un humo virulento. No se las oye, pero el sonido estridente de su furia puede imaginarse deteniéndose a mirarlas.

En la fábrica se impone la dictadura, y son esas chimeneas una fiel metáfora de este presidio.

Pirelli tiene 600 obreros, en dos turnos de 12 horas cada uno. Movimiento continúo de cuerpos y máquinas en desgaste, y la amenaza del “bajo” rendimiento acechando a cada paso. En ningún puesto de la producción hay tregua. Ritmo infernal sin respiro.

Carga en una punta, descarga en la otra y vuelta a cargar. Las manos enrollan los tejidos que van formando el neumático.

En la fábrica el tiempo pierde su sentido, o mejor dicho desaparece en la vertiginosa carrera de tener que cumplir con la obligación del día. ¡1.200, 2.000, mayor productividad! Las cubiertas necesitan alimentarse de las fibras humanas, alimento impostergable que ofrece el obrero y que el supervisor se encargará de no hacer faltar. Ni el mal funcionamiento de máquinas que datan de los años ’60 o ’70 y están literalmente a punto de estallar debe impedir que así sea.

Nada es excusa para dejar de producir, ni siquiera las fallas mecánicas que aquí son moneda corriente.

En este juego macabro, el trabajador va adquiriendo una relación “afectiva” con la máquina. A la vez que le teme, le odia. Los “viejos” llegan de casualidad a alcanzar la exigencia que ésta demanda y los “nuevos”, contratados por agencia, deben resignar su descanso para poder cumplir. Cualquiera que no satisfaga el nivel de productividad exigido, sabe que su despido será seguro.

Algunos trabajadores llegaron a hacerse de herramientas para repararlas por su cuenta. Es más económico solucionar el problema uno mismo que elevar la queja a los superiores. No importa cuál sea el defecto ni cuán evidente sea la agonía del aparato. Para la Pirelli, la ruptura de una máquina es siempre culpa del obrero.

Pero en esas “reparaciones voluntarias” también se encuentra la solidaridad: el experimentado mecánico, muchas veces deja su tarea para recurrir en ayuda de un compañero en problemas. Repara el error y vuelve a su puesto.

Estos hechos van fortaleciendo una camaradería que se extiende hasta preocuparse por la salud del otro. Todos saben que entraron sanos a la fábrica y es duro ver a aquel que al tiempo comienza a flaquear. ¡5 años de vida útil para un obrero! Ningún cuerpo resiste el trabajo pesado e insalubre que reina en Pirelli.
La hernia de disco se volvió una enfermedad frecuente y ya hay 70 trabajadores que la padecen.

El doctor de la planta es simplemente un carnicero y el servicio médico es un lugar que conviene no pisar. Ruptura de ligamentos: una pastilla. Esguince de tobillos: una pastilla. Siempre una pastilla y a seguir produciendo.

Sin embargo, hubo accidentes graves que las pastillas del carnicero no pudieron solucionar. Una vez la máquina casi aplasta la cabeza de un operario. Otra, la falla eléctrica de una cuchilla terminó con media falange de un dedo. Accidentarse equivale a ser humillado: “– tanto escándalo se armó en planta por un cachito de dedo”, le dijo el jefe de seguridad, delante de su familia, al trabajador lastimado.

Es que los patrones y los burócratas temen al “escándalo”. Y el escándalo llega cuando el miedo da paso al malestar, el malestar a la indignación y ésta al estallido.

La lucha de Pirelli es en definitiva por un tiempo que merece existir. El tiempo de no tener que dejar la vida en interminables horas extras y poder estar con la familia, el de ya no tener que aguantar colas maratónicas en el comedor que sólo dejan 10 minutos para la alimentación. El de no seguir estando monitoreados sin la posibilidad de tomarse unos segundos para ir al baño.

El compañero que hoy está despedido no me dice estas palabras, pero las piensa. Cuando entró a trabajar le dijeron: “hay una cosa que no se debe hacer nunca. No meterse en política. Si lo hacés, te echamos a la mierda”.

Al tiempo descubrió que eso significaba reclamar por sus derechos, por el tiempo que la empresa le roba.

Él forma parte de una nueva generación, la que en Pirelli comenzó a levantar la cabeza ese día que los delegados patronales se vieron desbordados y el portón fue llenándose de manos que votaron parar por los despedidos.

Hernán Aragón

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