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Comunicados de prensa

PANORAMA POLITICO

Ante los problemas más graves

Prensa PTS

8 de agosto 2004

Un equilibrio frágil, perecedero, sucede a las semanas políticas más tempestuosas que le tocaron vivir al Gobierno. Los peligros siguen estando a la vuelta de la esquina, pero pasó la sensación de que cada uno de ellos representa una cuestión de vida o muerte.
En todo caso, habría que ir acostumbrándose a una realidad: tanto la protesta social como las tensiones reiteradas con el FMI serán, a lo mejor, las compañías incómodas que, por mucho tiempo, deberá soportar Néstor Kirchner.
Horacio Rosatti, el nuevo ministro de Justicia, funciona con menor enigmatismo que su antecesor, Gustavo Beliz. Abrió consultas con una Corte Suprema que deambulaba solitaria; tiene un ida y vuelta con los restantes miembros del Gabinete, en especial con Roberto Lavagna.
Rosatti, que se desdoblará esta semana en París como ministro y todavía procurador del Tesoro, posee la mirada incontaminada de un hombre que estuvo bien a distancia de la crispación y el dramatismo con que el gobierno de Kirchner impregna casi todas sus acciones.
"No puede ser que cada protesta social se convierta en un "Día D" para la suerte de un ministro, de un gabinete o de un gobierno", reflexionaba después de haber sorteado el miércoles su primer examen. El comentario vale para tiempos y geografías de normalidad, pero la Argentina, desde hace mucho, no encaja ni en uno ni en otro protocolo.
Beliz y Norberto Quantin vola ron, de hecho, por los episodios violentos en la Legislatura porteña. Esa jornada enterró, además, al ex jefe policial, Eduardo Prados. No resultó el único contraste entre el antes y el ahora: de la inacción y la impotencia, el Gobierno pasó a conceder un impresionante protagonismo a la Policía.
Rosatti cree en los efectos positivos de la saturación callejera, pero entiende también que la Policía deberá, en algún momento, ser más eficaz con menos despliegue. Por empezar, para encarar las marchas de la semana pasada recurrió a una lógica de poder que venía escaseando: le dio facultades plenas para el operativo al jefe policial, Néstor Vallecca.
No quiso ser otra víctima de la inoperancia que caracterizó aquel viernes violento: mientras los revoltosos apedreaban y destruían la Legislatura, las autoridades discutían qué hacer y con repetidos intercambios de faxes trataban de deslindar responsabilidades.
En un escalón inferior se terminó de escribir el libreto. La Secretaría de Seguridad dialogó con la mayoría de las organizaciones piqueteras —no con todas— para prevenir provocaciones o descontrol. No hubo descuidos en la agenda oficial: circuló un emisario que contactó a los vendedores ambulantes, cuyo papel en la refriega ante la Legislatura fue mayor del que siempre se supo.
Todo eso no fue, en verdad, lo único que varió en el teatro público. A la presencia policial se añadió la voluntad política del Gobierno de reponer la autoridad del Estado. Cabe mencionar otra cuestión de influencia: la conducta de la Justicia, con el proceso a detenidos en los sucesos de la Legislatura, ayudó también a la recomposición general.
Lo que se rehace por un lado, sin embargo, se resiente por otro. La mala función, como tantas veces, provino de la política. La Legislatura consumió su cuarta sesión, prologada por aquel viernes terrible y cabildeos incomprensibles para el ciudadano común, sin poder abordar todavía el Código de Convivencia.
La paradoja es múltiple. Los preparativos para la futura cohabitación social que se propone parecen dominados por el salvajismo, los arrebatos y las mañas. Discurren además en un distrito donde más sonora resulta la prédica sobre la necesidad de una política remozada y más débil —casi hueca— es la presencia de los partidos tradicionales, el PJ y la UCR.
Al Presidente, nada de aquello la preocupa tanto como el alboroto cotidiano en la calle. El mismo debió meterse en el laberinto de la arrugada corporación política, donde anda cortejando a algunos y esquivando a otros. Pero supone que la sociedad —mejor dicho, los porteños— mostraría ante ese viraje una tolerancia y una comprensión que extravía cuando le enredan la vida.
El conflicto de la calle no es sólo el de los piquetes. Está también el delito y la inseguridad, alrededor de los cuales ha vuelto a tomar alas Juan Carlos Blumberg. Otro secuestro acongojante de un adolescente en San Isidro lo ha convocado.
Este hombre es un dilema para el Gobierno: demuestra ser permeable a una ancha franja social capaz de movilizarse y a la cual no podría oponérsele ningún cerrojo policial.
Kirchner trata de que Blumberg no se guíe únicamente por su propia brújula. Habló la semana pasada tres veces con él y actuó de nexo con el Gobierno de Buenos Aires frente al litigio causado por la designación de María del Carmen Falbo como procura dora general. El padre del asesinado Axel amenaza con el arma que hace temblar al poder: la posibilidad cierta de otra movilización conmocionante.
Este hombre ha hecho hasta el presente un esfuerzo para que su cruzada justa no sea salpicada por ninguna sombra o estigma político. Pero ese límite se encoge: los cuestionamientos a Falbo podrían llegar a empañar su tarea anterior. Podrá o no compartirse esa designación: pero la legisladora fue ungida luego de un proceso de exposición pública durante el cual recibió una abrumadora mayoría de adhesiones (405) antes que de rechazos (apenas 4).
Ese altercado en Buenos Aires volvió a destemplar al Gobierno. No se trata de un tema cualquiera: está de por medio el miedo colectivo y, de paso, la chance de otro zarandeo a la administración bonaerense. Los nervios de Felipe Solá suelen fogonear las rabietas en la Casa Rosada.
¿Han vuelto los roces del gobernador con Eduardo Duhalde? Al caudillo le habría disgustado el tanteo de Solá para comandar el peronismo bonaerense. La fricción podría ser un incordio para Kirchner, que se esmeró los últimos días en apaciguar al peronismo y en espantar desconfianzas.
Ese horizonte ha empezado a clarear. El PJ se abroqueló como pocas veces para darle sanción en Diputados a la Ley de Responsabilidad Fiscal. Hasta José de la Sota estuvo en la trinchera pese a las disputas públicas y privadas que mantiene con Lavagna.
Habría que darle a cada cosa la importancia que tiene. La aprobación de la ley es un mensaje que, con seguridad, el FMI no tendrá en cuenta. El organismo ha subido sus exigencias en todos los tópicos de la negociación con la Argentina. Lavagna ha salido a pulsearlo con un documento de infrecuente aspereza, donde lo tildó de inepto.
No podría pasar inadvertido, en cambio, otro ramal del mismo mensaje. El Presidente exhibe un partido alineado en instancias críticas y busca más soportes para resistir aquella presión externa. Están los de adentro y además los de afuera: Kirchner planea una próxima visita a las tropas en Haití, en un gesto que apuntaría a Washington. Lo haría junto a Lula da Silva, de Brasil, y Ricardo Lagos, de Chile, como modo también de marcar cierta lejanía con el venezolano Hugo Chávez.
Nada parece suficiente. De allí que no sea una casualidad ni un capricho el vuelco presidencial hacia el radicalismo. El partido centenario puede estar desprestigiado, raído de votos, pero representa aún la oposición institucional más articulada.
Kirchner debe andar con un pie en cada borde tratando de no caer en el vacío. Ese regreso sobre la política clásica podría espantarle simpatías en sectores sociales antes encantados. Hay que observar cada movimiento para entender: selló la paz con Duhalde pero evita en lo posible una foto con él; colma de deferencias a Alfonsín pero lo hace discretamente; bendijo la unidad de la CGT aunque sólo le entusiasma Susana Rueda y elude a los estropeados caciques sindicales. Reprochó a Ginés González García, el ministro de Salud, su exhibición junto a Luis Barrionuevo.
Por aquello mismo, nunca el Presidente pensó en un diálogo político de los tiempos de siempre, con pompas, efusividades y retratos. Tendrá abiertas las puertas con el radicalismo porque, en el terreno de los hechos, es el que, estima, podría ayudarle a la gobernabilidad.
Ricardo López Murphy y Elisa Carrió son, en ese aspecto, la contracara radical. Han tenido muy buena cosecha de votos en las últimas elecciones pero carecen de resortes de poder. Golpean además al Gobierno, no de la misma manera: el ex ministro suele ser más preciso aunque su mirada posea a veces fulgores de los 90; la líder del ARI debería desprenderse un poco de su oráculo tremendista. Ni uno ni otro merecen, de todos modos, el maltrato presidencial.
Esa gresca política molesta, predispone mal. Demasiado sufrimiento padece la Argentina como para que se quiera lastimar también con las palabras.

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